domingo, 14 de julio de 2013

Violar es la consigna

La empatía no funciona con las víctimas. Nadie quiere sentir tanto dolor.

Es difícil imaginar qué ideología perversa, qué estrategia de dominación podría convertir a esos soldados reclutados a la fuerza de sus comunidades campesinas en unos engendros demoníacos sedientos de sangre inocente. Porque el relato de las violaciones –esas historias indescriptibles de saña y dominación- no deja espacio a interpretaciones políticas ni a la manipulación de la duda. Allí están las víctimas de estos actos de salvajismo extremo.

Me resulta casi imposible dejar de lado el hecho de que los perpetradores, muchachos jóvenes adiestrados en el siniestro arte de matar y torturar tenían madres, hermanas, novias o esposas semejantes a sus víctimas. Cuando abrían los vientres de tajo para extraer a un feto palpitante, era quizás la imagen de su propio hijo a punto de nacer. Y cuando hacían cola para violar a una niña de 5 o 7 años, una pequeña frágil y paralizada de terror, era la imagen de su propia hermana.

Las violaciones sexuales en tiempos de guerra son un arma poderosa. No solo destruyen a la víctima directa, también arrasan con la integridad de toda su comunidad. Y eso lo conocen bien quienes se encontraban en la línea de mando, ascendente hasta la mismísima jefatura de Estado. Estos no eran excesos circunstanciales sino toda una estrategia de acción para tocar la base misma de la población de las regiones que constituían el núcleo de operaciones contrainsurgentes.

La Escuela de las Américas, no hay que olvidarlo, fue y sigue siendo el centro de adiestramiento en éstas y otras tácticas de guerra sucia. No importa qué digan los tratados y convenciones internacionales sobre el tema. La guerra sucia corrió paralela a cualquier demanda internacional sobre respeto a los derechos humanos, hasta que estos tratados y convenciones les dieron alcance con juicios emblemáticos que han llevado ante la justicia a dictadores como Videla, Pinochet y a muchos de sus secuaces.

Hoy las víctimas de estos horrores cuentan su historia, pero no tienen el beneficio de la empatía de toda la ciudadanía. Nadie quiere ponerse en su lugar, nadie quiere escuchar esas experiencias de una crueldad inaudita, nadie quiere saber cómo es que sacaban a los fetos de los vientres para estrellarlos contra las piedras. Tampoco cómo fue que murieron esas pequeñas niñas malnutridas a manos de la soldadesca despiadada que las violaba en cadena. Nadie quiere imaginar a sus propias hijas padeciendo la tortura y la muerte.

Pero es preciso hacerlo por el bien de Guatemala. No hay razón alguna para dejar impune tanta iniquidad y mucho menos para beneficiar a sus promotores con la anulación de un juicio que, por justo y pertinente, ya es histórico. Hay que hacer el esfuerzo y volver a oir esos testimonios porque nada –y mucho menos la supuesta amenaza comunista- podía justificar tanta sangre inocente y tal nivel de barbarie.

No hay que olvidar ni hacerse a un lado para no saber, porque eso convierte a todo un país en cómplice de sus victimarios y constituye una renuncia voluntaria a la restauración plena de su integridad. Guatemala clama por seguridad y justicia, ya es tiempo de responderle.
(Publicado el 15/04/2013)

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