domingo, 14 de julio de 2013

Dulce hogar

Es parte de la vida diaria de la mayoría de niñas, niños y adolescentes.

Mirada huidiza, temor constante, pesadillas y dolor físico y psicológico son algunas de las huellas que va dejando la violencia cotidiana en niñas y niños. Esto no es inusual, es la norma para millones de seres humanos en sus primeras etapas de desarrollo, cuya vida depende de personas adultas violentas, inmaduras e incapaces de asumir la responsabilidad de cuidarlos durante su formación.

La niñez es uno de los sectores tradicionalmente acallado por imposición, por la autoridad indiscutible de los adultos con quienes convive. En un mundo donde el poder es de los fuertes, la sumisión de la niñez es vista como parte de la naturaleza humana, algo imposible de cambiar. Es así como sus derechos son considerados tema abstracto, aplicable en el ámbito político pero rara vez manifiestado en el doméstico.

Es natural que en las familias predomine la voluntad de los padres o adultos a cargo. Sin embargo, no es frecuente que las personas ajusten su proceder a los protocolos mundiales respecto del trato a la niñez y mucho menos consideren los límites de sus derechos en lo que a su descendencia se refiere.

En las sociedades más primitivas –y también, probablemente las más sabias- las niñas y niños eran una parte importante de la comunidad y no se consideraban, como sucede en la actualidad, propiedad de sus padres. En ellas, las mujeres se encargaban del cultivo de la tierra al mismo tiempo que cultivaban a esos nuevos miembros de la comunidad para convertirlos en adultos capaces de participar en las labores productivas.

Cuando se menciona este tipo de estructura social, un temblor recorre el espinazo de nuestra idiosincracia. Para nosotros y las generaciones que nos precedieron, los hijos son considerados patrimonio, son personitas sin derecho a voz ni voto en el ámbito hogareño y se les forma a partir de un molde predeterminado. Se les premia o castiga de acuerdo a parámetros tan caprichosos como injustos dependiendo del humor o el estado de ánimo, lo cual va dejando una huella indeleble en su psiquis y en su escala de valores.

Si tenemos tiempo y ganas, les proveemos de buenos alimentos. Si no, los atiborramos de cualquier cosa que tengamos a mano, sin la menor consideración por sus valores nutritivos. Pero eso sí, somos tan resistentes a la crítica como al análisis de nuestro comportamiento de adultos, porque en casa nuestras decisiones son soberanas aunque esté en juego la vida y la salud de nuestros hijos.

Sin embargo, la amenaza más poderosa no viene desde el seno de un hogar mal integrado por jóvenes o adultos irresponsables e inmaduros. Viene de una institucionalidad incapaz de imponer las leyes y hacer valer el derecho de niñas y niños a una infancia protegida del maltrato en cualquiera de sus formas. Los ejemplos abundan y se acumulan en los expedientes, cuando la violencia ha traspasado el límite de lo tolerable. Pero esa otra violencia de la subordinación establecida, mucho más callada y sutil, va acumulando frustraciones y temores, odios y rencores que finalmente se proyectan con violencia en todos los ámbitos de la vida social.
(Publicado el 23/02/2013)

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