viernes, 1 de enero de 2010

El placer de viajar

Si hubiera posibilidad de retomar la vieja costumbre de viajar por barco, sería una buena forma de ahorrarse la humillación aeroportuaria. 

Los terroristas han logrado convertirse en los enemigos públicos por excelencia, tanto por lo que representan como amenaza contra la vida de personas inocentes como por las consecuencias de sus acciones en la antes agradable rutina de los viajes, la cual gracias a ellas se ha transformado en un proceso humillante, vejatorio y francamente repulsivo.

Es comprensible que las autoridades de Estados Unidos traten de proteger a sus ciudadanos de la amenaza terrorista. Sin embargo, es algo así como detener el agua con los dedos, siempre se les colará por algún resquicio y nunca lo evitarán por completo. De hecho, las políticas de ese país han sido contradictorias en cuanto a la prevención de la violencia, ya que mientras sus ciudadanos tengan casi absoluta libertad para adquirir armamento y municiones –amparados por su propia Constitución- cualquier motivo es válido para emplear la fuerza extrema cuando existe una mente desquiciada. Un buen ejemplo de ello son las masacres en colegios, universidades y centros comerciales cometidas por ciudadanos supuestamente bien integrados a la sociedad y pertenecientes a ella por nacimiento.

La violencia criminal ya está instalada en las sociedades complejas como la estadounidense. Sería muy difícil separar la paja del grano y afirmar que todo lo malo que sucede en ese inmenso país se debe a los inmigrantes ilegales o al terror islamista. Por ello, no importa cuántas medidas impongan a través del tránsito aeroportuario, siempre tendrán la espada de Damocles colgada sobre su rubia cabeza, por razones muy diversas y por medios muy variados. El problema son las consecuencias que debemos pagar quienes, por alguna razón, viajamos a ese país. Ahora resulta que todos somos terroristas en potencia y seremos tratados como tales.

El modelo de seguridad que se impone en los aeropuertos ha alcanzado niveles nunca antes vistos y en algunos casos transgreden largamente el trato correcto y los derechos humanos de los pasajeros. La revisión física puede llegar a ser tan humillante como degradante es el hecho de pasar por un escáner que revela todos los detalles íntimos de la persona ante media docena de ojos inquisitivos.

Lo que antes era un deleite, es ahora una especie de tortura programada con meses de anticipación. La sensación de relajación tan agradable que producía sentarse en la butaca del avión hoy se ha convertido en el anticipo de un trayecto tenso e intimidante con la instrucción precisa de obedecer sin chistar las órdenes de una tripulación que antes estaba para servirnos y hacer placentero nuestro viaje. ¿Dónde están los barcos? Mañana mismo compro el boleto.

En resumen...

El consabido análisis de fin de año trae poco de qué presumir. Una administración política opaca para un país a la deriva. 

El desastre del lago de Atitlán es el ejemplo de lo que sucede cuando a nadie le importa lo que pasa en su vecindario y cuando a las autoridades sólo les interesa inaugurar obras para lucirse en los periódicos. Es el costo de dirigir los presupuestos de la Nación a proyectos visibles pero mucho menos trascendentes que la preservación del patrimonio natural, cultural o social.

En cierta forma, Atitlán es una Guatemala en pequeño: su deterioro se había previsto con décadas de antelación pero no se tomaron las medidas adecuadas para evitarlo; la contaminación era fácil de neutralizar antes de convertirse en un problema irreversible, pero ni las autoridades ni las comunidades aledañas hicieron nada por detenerla; mueren y se extinguen las especies nativas –fauna y flora- ante la indiferencia general y lo que antes fue uno de los parajes naturales más hermosos del planeta, se transforma rápidamente en un pantano cenagoso cuyo equilibrio ha sido fracturado de tal manera, que será muy difícil de restaurar.

El resto del país lleva un rumbo similar: con altos índices de pobreza extrema, violencia criminal imparable, operaciones de narcotráfico realizadas ante la vista de las autoridades y la ciudadanía gracias a negociaciones y liberación de territorios, incremento de muertes violentas de niños, adolescentes y mujeres, más una serie de actos de corrupción transformados en el modus vivendi de los altos, medianos y bajos funcionarios de la administración pública.

Por todo lo anterior, mejor será que el gobierno se abstenga de prometer cambios que jamás va a realizar, o mejoras en políticas que ya han sido comprometidas con bancadas, grupos empresariales u organizaciones sindicales (léase magisterio nacional).

El año que terminó ha terminado mal. Los esfuerzos realizados por la sociedad civil con ayuda de algunos organismos como la CICIG, como fue el caso de la elección de magistrados a las Cortes, tuvieron el mérito de revivir un poco la esperanza de rescatar el estado de Derecho que tanta falta hace, pero otras acciones lograron anular esa ilusión antes de que tomara vuelo.

Si existe un adjetivo para describir a esta administración, estaría a media distancia entre pusilánime y mediocre. Tanto su discurso como sus intenciones carecen de transparencia y veracidad, cualidades idealmente intrínsecas del ejercicio político, pero las cuales han desaparecido del todo en la práctica política local. Ahora se aproxima un año crítico, con muy pocas perspectivas de recuperación en los indicadores de desarrollo social. Quizás la única propuesta válida para el año que se inicia sea un mayor involucramiento de la ciudadanía en los asuntos que le conciernen.

Inocentes

Cual modernos Herodes, los políticos locales han condenado a la niñez a vivir una infancia sin presente y una juventud sin futuro.

¿Qué otra cosa podría inspirar mejor un artículo en el Día de los Inocentes que la niñez abandonada de Guatemala? Resulta obvio. También llama a la reflexión el hecho de tener una de las poblaciones más jóvenes y con menores perspectivas de alcanzar un futuro promisorio por culpa de la debilidad del Estado, sus instituciones inoperantes y una total ausencia de voluntad política en los líderes para remediar todo esto.

Guatemala es un país hermoso, con un inmenso potencial de desarrollo totalmente desperdiciado en negocios turbios y negociaciones poco transparentes de las autoridades de turno, el sector empresarial y la mayoría de los líderes políticos; enfrentamientos estériles entre los distintos partidos; un abandono casi total de las políticas públicas y los programas de desarrollo comunitario; y ninguna intención de cambiar de actitud hacia una más positiva, propositiva y congruente con las necesidades del país.

Las primeras víctimas de este calamitoso estado de cosas son los grupos vulnerables por excelencia: la niñez, la juventud y las mujeres. Estos tres sectores son, sin embargo, los de mayor potencial para sacar adelante proyectos eficaces de desarrollo y para generar los cambios que Guatemala necesita realizar para detener la curva descendente que la tiene al borde del colapso. Una niñez protegida y bien alimentada es el semillero de una juventud pujante, idealista, creativa y dispuesta a trabajar por su patria.

Las mujeres, por su parte, tienen el poder de crear las condiciones apropiadas para ese desarrollo, ya que en sus manos se encuentra la educación y la formación integral de los primeros años de las nuevas generaciones. Para ello, también en este grupo debe prevalecer un clima de respeto, igualdad de oportunidades y facilidades para tener acceso a los servicios básicos, al crédito y a la educación, herramientas fundamentales para consolidar una base sólida generadora de oportunidades.

Pero no. A la niñez abandonada desde antes de nacer, desnutrida y privada de asistencia, le sigue una juventud sin acceso a una formación técnica o vocacional que le permita dirigir sus pasos hacia la senda correcta y no la deje a merced de las presiones ejercidas por grupos criminales. Esta juventud sin futuro constituye el retrato vivo de un país disfuncional, encaminado hacia el fracaso.

En cuanto a las mujeres, sobre cuyas virtudes, fuerza y temple se ha escrito tanto pero se ha hecho tan poco, bastaría con un cambio de actitud desde el campo legislativo y desde el interior de los distintos sectores sociales para que se abrieran esas puertas cerradas y se les reconociera el derecho legítimo a ser parte de la sociedad activa, a ser personas apreciadas como miembros valiosos de su propia comunidad.

Ni voz, ni voto

Los países en desarrollo, débiles y vulnerables frente al cambio climático, fueron ignorados de la manera más grosera. 

Nuestros problemas domésticos quedan cortos ante la perspectiva aterradora de un clima trastornado por algo que podría llamarse el “efecto Wall Street”: es decir, un mundo en el cual la actividad industrial y financiera se considera el eje absoluto del progreso, cuya cultura depende de cuanta riqueza es capaz de producir un país a cualquier costo, incluso en vidas humanas –veamos el ejemplo de África- y cuya tendencia debe llevar a una concentración extrema de la acumulación de bienes en manos de un puñado de magnates indiferentes ante las consecuencias de sus actividades, todo lo cual se denomina desarrollo.

Si desarrollo es el consumismo compulsivo de bienes y servicios que no son esenciales para vivir ni son amigables con la naturaleza, dado su enorme impacto en el medio ambiente, entonces quizás hemos crecido bajo la premisa de que la muerte por contaminación, deforestación, sequía, trastornos climáticos y pobreza es parte de nuestro destino natural como especie.

Lo sucedido en Copenhagen es un ejemplo de cuán desequilibrado está el poder en el mundo actual. Un puñado de países, todos enriquecidos a costa de haber explotado hasta el agotamiento los recursos de los países más pobres, decidieron por sí y ante sí bloquear toda posibilidad de establecer un nivel de compromiso que les pusiera ante la perspectiva de reducir sus operaciones de alto impacto ambiental.

A este puñado de países industrializados pertenecen las poderosas compañías multinacionales que vienen a nuestros continentes a extraer los minerales, a alterar el equilibrio ambiental con sus productos agroquímicos, a cambiar las reglas ancestrales de la agricultura con su manipulación genética, a contaminar los océanos con su chatarra petrolera y sus desechos nucleares y, en resumen, a destruir todo aquello que no les pertenece con las consecuencias de una devastación planetaria.

Si el mundo fuera una sociedad anónima, esto sería el caso típico de mala administración, abuso de poder y corrupción, por lo cual los actuales directivos ya deberían haber sido destituidos por la asamblea general y procesados por sus delitos. Sin embargo, los países industrializados son los dueños y señores de las organizaciones mundiales que deberían servir de fiscales y jueces, de contrapeso para frenar el abuso contra los más débiles. Los foros internacionales no cumplen su misión, esto es proteger al ser humano de toda condición, edad, género, raza, ideología política y credo religioso contra el abuso y la discriminación. Este es el mensaje oculto de Copenhagen a los miles de millones de seres humanos que habitan la Tierra.

Un poco de fantasía

Al otro lado de la moneda están la juventud y la infancia ávidas de conocimiento, de inventar su propio mundo y hacerlo realidad. 

Cuando un país es joven –cuando su población está compuesta mayoritariamente por personas menores de 35 años- se podría afirmar que tiene mejores perspectivas de cambio que una población adulta, como sucede en la casi totalidad de países desarrollados, cuya tasa de natalidad es prácticamente recesiva.

Guatemala es un país joven; es una nación casi recién salida de un conflicto armado que la desangró por más de tres décadas, cuya cauda aún se manifiesta en una violencia fratricida que continúa marcando círculos concéntricos y no parece detenerse jamás. Sin embargo, hay un gran contingente de niñas, niños y jóvenes que esperan una oportunidad para marcar un cambio de rumbo que haga de la suya una sociedad viable, pacífica y educada, respetuosa de los derechos humanos y capaz de reinventarse a partir de sus propias debilidades.

Un ejemplo de esto es la respuesta entusiasta de innumerables grupos de jóvenes ante la necesidad de vivienda de sus compatriotas, ante la carencia de alimentos en zonas de riesgo alimentario, ante la urgencia de rescatar lo que queda de los recursos naturales. Estos jóvenes han elegido construir en lugar de destruir y, en un país cuyas instituciones los han abandonado por completo y no responden a sus requerimientos básicos, esta actitud tiene un mérito sobresaliente.

Ya mucho se ha especulado sobre las graves consecuencias de escatimar recursos para mejorar el acceso de la niñez y la juventud a la educación. En este tema no queda nada por analizar, excepto que mientras más tiempo tarde el Estado en responder a sus necesidades, mayor será la pérdida de oportunidades y mucho mayor el abismo que separe a Guatemala del resto de naciones, incluso de otras con menos recursos pero con mejores políticas públicas.

Se acerca la fecha de vencimiento para cumplir con las Metas del Milenio y Guatemala no tiene mucho qué enseñar al resto del mundo. Su juventud, sí. El esfuerzo independiente que realizan niñas, niños y jóvenes por trazarse metas, por construirse un destino mejor en un país que sólo les ofrece frustración y malas noticias, es algo que merece destacarse, pero sobre todo merece todo el apoyo que se le pueda brindar.

Resulta penoso constatar la poca visión de los gobernantes y otros grupos de poder, quienes han desestimado el poder de la juventud y han sido incapaces de respaldar sus iniciativas y proteger su patrimonio. En estos últimos años, los adultos responsables han dilapidado los recursos del futuro y continúan repartiéndose riquezas que no les pertenecen, indiferentes ante la catástrofe que provoca su insaciable ambición. Es hora de reaccionar.

Muerte en la plaza

Los linchamientos son la expresión de una sociedad enferma de violencia, con un Estado en peligro de extinción. 

Los linchamientos en Guatemala han sido analizados con el mayor rigor científico por sociólogos, antropólogos y otros estudiosos del comportamiento social. Estos documentos han arrojado muchas luces sobre las causas y características de este fenómeno colectivo pero, como todo estudio académico, lamentablemente no han tenido incidencia alguna en la toma de decisiones ni en el cambio de rumbo de ciertas políticas con potencial efecto sobre la erradicación de esta macabra forma de asesinato.

En Guatemala, la muerte ronda por las esquinas y cualquier ciudadano es capaz de percibirla. Asaltos, violaciones, amenazas, secuestros, extorsiones y homicidios a plena luz del día acorralan a una sociedad cuyo temor crece cada día hasta alcanzar peligrosos niveles de paranoia. En este punto, los ciudadanos se premunen de armas de fuego con la ilusa esperanza de aumentar su capacidad de defensa personal pero, por el contrario, con esto sólo incrementan el riesgo y construyen un peldaño más en la escalada de la violencia.

Guatemala ha llegado a convertirse en el prototipo de país patológicamente débil, desde todo punto de vista. Su estructura social, plagada de desigualdades y carente de mecanismos de balance, representa en el siglo veintiuno todas las carencias de un estado primitivo. Con una legislación impotente para erradicar las injusticias sociales y económicas, Guatemala ha venido arrastrando siglos de frustraciones y abusos, los cuales necesitan sólo una chispa para convertirse en una fuerza devastadora.

Ciento cincuenta mil muertos durante el conflicto armado interno, más una constante represión política, constituyeron el ambiente de inseguridad y temor sobre el cual se fueron gestando sentimientos de odio racista y clasista, discriminación y, sobre todo, el debilitamiento del Estado y de sus instituciones, al punto que ya no tienen siquiera la capacidad para gobernar y servir al país en toda su extensión.

Los linchamientos perpetrados en los últimos años coronan un cuadro ya de por sí peligroso. A ellos se suman –y no son fenómenos independientes- la debilidad de las instituciones, su ausencia en el interior del país, altos niveles de corrupción en las instancias políticas y económicas y el abandono casi total de programas de beneficio social, escenario extremadamente peligroso para la estabilidad democrática del país.

Los linchamientos son asesinatos. Simple y llanamente. No son actos de justicia ni formas de castigo. No importa el ángulo de observación, semejante acto de salvajismo sólo retrata a una sociedad disfuncional y profundamente enferma. Es hora de que reaccionen quienes tienen el poder de restaurar los valores esenciales de la sociedad.