domingo, 14 de julio de 2013

Apología de la violencia

El solo pensamiento de acabar con la vida de alguien provoca un daño irreparable.

Es doloroso ver u oir a ciudadanos honrados con tales ansias de venganza como para ser capaces de incitar a otros a cometer un asesinato. El solo hecho de legitimar con su actitud un acto tan extremo –el asesinato de otro ser humano- indica que algo anda muy mal en nuestra sociedad. En cualquier nación democrática y civilizada sería inaudito ver a ciudadanos amables y respetuosos de la ley tener los arrestos de linchar a alguien, convencidos de hacer lo correcto. Eso sucede hoy en Guatemala.

La escalada de violencia no es un producto de la imaginación de quienes se oponen al gobierno y quieren desprestigiarlo, sino una realidad palpable, cotidiana, capaz de transformar a un pueblo normal y pacífico en una sociedad rabiosa, frustrada y abrumada por el miedo de salir a las calles. Todos los días se acumulan tantos muertos por hechos de violencia que casi no da tiempo de contarlos y menos aun de llevar un registro exacto, porque algunos ni siquiera se llegan a conocer.

Entonces nuestro cerebro se bloquea y trata de olvidar. O bien, busca una salida a esa rabia contenida y clama a gritos por venganza. La búsqueda de paz y justicia se perdió en medio del caos que hoy se vive en el país, a pesar de los supuestos avances publicitados por las autoridades. Lo que no han entendido quienes asumieron la responsabilidad de gobernar y, con ella, la obligación de proteger la vida de las personas, es que no será con porcentajes como van a convencer a quienes suben a un autobús, caminan por la calle o manejan su automóvil con un nudo de pánico en el estómago.

En los dos primeros meses del año y aun con el sabor de las fiestas navideñas, fueron 69 las niñas y niños asesinados por heridas de arma de fuego. Nunca antes se había visto semejante saña en contra de la población infantil, pero tampoco se había visto tanta permisividad ante las acciones y el poder de las organizaciones criminales, cuyas huestes transitan libres por todo el territorio nacional.

La ira popular ante el incremento de estos hechos es absolutamente comprensible. Lo que no es aceptable son esas frenéticas ansias de buscar el castigo de manera directa, sin intermediarios, sin instituciones encargadas de administrar justicia, sin un cuerpo de policía que aplique los procedimientos de ley.

El problema es que ese cuerpo de policía no es confiable. Sus elementos, en demasiadas oportunidades, han sido sorprendidos delinquiendo, extorsionando, violando y cometiendo las peores fechorías. Que ese sistema de administración de justicia, la mayoría de veces, termina dejando ir a los criminales aun después de haberlos capturado en flagrancia. Que aun si los retiene en prisión, las deficiencias del sistema les permiten comunicarse con sus secuaces para buscar venganza.

El círculo está completo: desde el funcionario corrupto hasta el último de los delincuentes, la cadena de la impunidad funciona a favor de quienes tienen el poder de su lado y en contra de toda la ciudadanía. Para hablar de avances en seguridad, los números deben reducirse a la mitad y mostrar avances progresivos, sin retrocesos. Cualquier otro indicador significa que las promesas no se han cumplido.
(Publicado el 16/03/2013)

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