domingo, 22 de noviembre de 2009

La cadena irrompible

La trama más apretada del tejido social lo constituye la mujer y su descendencia. Si se rompe, toda la sociedad lo sufre. 

Ya basta de eufemismos, de discursos idealistas y mentiras institucionales. La mujer y la niñez guatemaltecas han sido abandonadas por el Estado, por la sociedad y muy especialmente por las instituciones religiosas. Marginadas y expuestas al abuso sistemático, estas dos maravillosas expresiones de la naturaleza humana continúan soportando toda clase de humillaciones.

El 25 se conmemora el Día Internacional de la No Violencia Contra las Mujeres en un contexto de pobreza extrema, desnutrición, femicidio incontenible, desprecio por su género, su etnia, su femineidad, su existencia misma como fuente de vida. A su vera, toda esta lacra es padecida por sus hijas e hijos en una cadena de violencia heredada a través de los patrones culturales, pero también reforzada por el mensaje mediático y las doctrinas religiosas.

La sociedad guatemalteca jamás curará sus heridas mientras persista la discriminación, el odio y la marginación a las cuales se somete a una inmensa mayoría de la población –a la mitad compuesta por mujeres, hay que agregar el enorme contingente de niños y adolescentes- y en tanto no se establezca, por ley, un trato igualitario en todas sus instancias.

A esta simbólica celebración del miércoles 25 se encuentran íntimamente ligados los derechos de la niñez y la juventud. El atavismo de la violencia de género impacta de manera directa a este segmento del cual van a emerger los adultos de mañana, condicionados desde la cuna para agredir, los unos, y soportar, las otras. La absoluta falta de conciencia de los líderes sociales y políticos, incapaces de concebir siquiera una actitud de respeto por sus hijos, mucho menos por las mujeres, tiene consecuencias devastadoras en los procesos de desarrollo culturales, educativos y, por consecuencia lógica, los procesos económicos del país.

Guatemala necesita con urgencia una reingeniería sociológica –si es que tal cosa existe- para reparar sus graves patologías. La celebración de fechas emblemáticas no sirve de nada si después de los actos simbólicos se regresa a las prácticas abusivas de costumbre, a la negación de los derechos de las minorías, a las negociaciones para impedir el acceso de las mujeres al poder político.

El tejido social se rompe y se rasga con cada bofetada, cada machetazo, cada violación a que son sometidas miles de mujeres a diario y, por ende, al golpe que eso representa para su descendencia indefensa y vulnerable. La voluntad de cambio debe venir estrechamente ligada al respeto por la integridad física y psicológica de cualquier otro ser humano, sin importar su género, etnia o edad. Por ahí debemos comenzar.

Sí se puede

Ejercer la ciudadanía es buscar y encontrar los mecanismos legales adecuados para intervenir en los asuntos públicos.

Cualquier ciudadano puede dirigir peticiones, reclamos y exigencias a sus representantes en el Congreso de la República o en los gobiernos municipales. Diputados, alcaldes y gobernadores constituyen la vía legal para involucrarse en asuntos de interés público y, por ineptos o venales que éstos sean, están en la obligación de escuchar a sus electores y responder a sus demandas.

La sociedad no debe esperar a que sean otras instancias –como la prensa o las organizaciones de la sociedad civil- las únicas responsables de realizar esta tarea de fiscalización de la gestión pública. Los intereses comunes obligan a cada uno de sus integrantes a asumir su papel como ciudadano activo, aún cuando este deber represente un riesgo, un esfuerzo adicional y un compromiso incómodo.

Hoy Guatemala está en una encrucijada y de la acción ciudadana depende evitar que tome un rumbo equivocado. Sus recursos naturales están siendo vendidos al mejor postor por medio de negociaciones ocultas, por lo tanto presentan altas probabilidades de estar contaminadas por intereses particulares. Ejemplo de ello son, entre otros, la construcción de la Franja Transversal del Norte, los contratos municipales para el servicio de transporte colectivo, las explotaciones mineras y la supuesta falta de recursos para reparar los daños provocados en el patrimonio natural y turístico por la negligencia de las autoridades.

Al ejercer plenamente la ciudadanía, la población puede medir el impacto de sus acciones en la respuesta de sus gobernantes. Esto no es novedad, ha sucedido en todos los países democráticos y no democráticos. Cuando la presión popular se hace sentir y la protesta ciudadana está sustentada en argumentos de peso, las autoridades retroceden en decisiones arbitrarias, incorrectas o abiertamente lesivas para la Nación.

En la actualidad son muchos los temas en discusión, pero no se puede abandonar el objetivo principal, el cual es rescatar el proceso democrático por medio del control y la fiscalización de todos y cada uno de los funcionarios en el poder, dado que aún cuando actúen como los dueños del país, no son más que los empleados de lujo de un pueblo injustamente empobrecido.

El caso de la reserva natural de Lachuá es apenas un hilo en toda esta trama de depredación y negocios sucios. No es posible permitir que se destruya uno de los tesoros más importantes del patrimonio natural, al igual como sucede con el lago de Atitlán. Algo muy turbio se cocina en Guatemala, y sólo el ejercicio decidido y responsable del poder ciudadano puede poner fin al abuso.

sábado, 14 de noviembre de 2009

El engaño total

Si los políticos no comienzan a reparar sus errores, serán los culpables de una de las mayores catástrofes sociales de todos los tiempos.

Las cosas van de mal en peor y no se percibe ni siquiera un atisbo de preocupación en los sectores políticos ni en los despachos oficiales. La impresión es que todo marcha como estaba planeado, lo cual no es tan descabellado como suena, porque ya se ha visto en administraciones anteriores que las peores decisiones, las más perjudiciales y las más descaradamente venales, han sido aquellas más sólidamente sostenidas, como las concesiones mineras o la venta de empresas del Estado.

El gobierno actual se debate en un mar de escándalos de corrupción. Sus acciones suscitan toda clase de sospechas y sus aliados –parientes, amigos y funcionarios nombrados desde las alturas- han resultado ser una partida de descarados oportunistas cuyas gracias van desde el manejo dudoso de fondos públicos, los cobros de comisiones por gestiones que nunca debieron darse, la manipulación política y financiera de las autoridades locales, hasta lo último y más grotesco de todo, el descubrimiento de que el ex jefe máximo del cuerpo policial dirige una banda de vulgares ladrones de droga, narcotraficantes y probablemente culpables de otros crímenes que deberán ser investigados muy a fondo por el Ministerio Público.

Esto sí es un campanazo para poner en alerta a la sociedad y despertar su instinto de conservación. Si el hecho de que las autoridades policiales hayan estado involucradas en toda clase de violaciones a la ley no es una novedad para nadie, sí debería llamarle la atención que desde un despacho ministerial, un cargo de la máxima confianza del jefe del Ejecutivo, se reinstalara en sus puestos a un grupo de individuos que ya habían sido depurados por corruptos y, encima de eso, se les confíe la dirección de la institución más importante del país en términos de seguridad ciudadana.

Ahora ya no se puede ni siquiera mencionar el discurso electoral. Toda esa verborrea fina y sentida de los discursos de campaña sobre el tema de seguridad no fue más que otra burla, un artero mecanismo para hacerse con el poder y tener la libertad de disponer de las herramientas de control que éste proporciona.

El problema para el mandatario será convencer a la población de que todo fue un error bienintencionado. Que colocar en la dirección de la policía a un criminal y a sus secuaces en puestos clave, fue una decisión inconsulta de su ministro. O se inventará alguna excusa por el estilo. Pero este resbalón ha sido demasiado grave y los deslices demasiado recurrentes como para merecer el perdón y el olvido. La sociedad tiene ahora la obligación de manifestar su repudio por el abuso de sus autoridades electas, por la inercia de sus representantes en el Congreso y por la catástrofe institucional que está ocasionando esta imperdonable cadena de errores.

Educación para casi todos

Más de un millón de niñas, niños y adolescentes en edad escolar carecen de acceso a la educación.

Las grandes desigualdades sociales, económicas y culturales características de Guatemala, se ven reflejadas de manera rotunda en los niveles de escolaridad de su población. Así, la discriminación por etnia y género típica de los modelos socio económicos prevalecientes durante casi medio siglo no sólo arroja unos índices vergonzantes de analfabetismo entre las mujeres indígenas del área rural –superiores al 65 por ciento-, sino también se palpa en la grave situación de desnutrición y falta de oportunidades de ese grupo poblacional.

Los planes de gobierno tendentes a reducir estos números negativos han sido mal planteados –sus plataformas de acción generalmente están vinculadas a la concentración de poder por los elevados presupuestos involucrados en ellos- y ninguno de ellos ha tenido el impacto esperado, dado que a estas alturas del siglo veintiuno Guatemala continúa descendiendo en la escala de calidad de vida de sus habitantes con unos indicadores de desarrollo que la colocan a la zaga del continente.

Esto ha sido el resultado de iniciativas de parche, demagógicas, improvisadas, diseñadas a pedido de los interesados (políticos y empresarios beneficiados con el negocio), pero ajenas por completo a un plan estructural que repare los vacíos programáticos de las políticas públicas. Como detalle adicional, los programas en áreas como la alfabetización, la reducción de las desigualdades de género y de la desnutrición crónica, tienen como sustento el interés de quedar bien con la comunidad internacional más que responder a una obligación de Estado tradicionalmente descuidada. Es decir, a las autoridades la gente le importa poco o nada y eso se refleja en los pobres resultados de sus acciones.

Como consecuencia de esta negligencia de muchos años, hoy Guatemala tiene una población joven paupérrima cuyo perfil físico presenta desnutrición crónica en un 50 por ciento y, muy probablemente, otras deficiencias derivadas de esta condición, entre ellas un retraso intelectual capaz de afectar su desarrollo futuro y sus oportunidades de crecimiento.

El daño ocasionado al país por la ignorancia, la corrupción y la indiferencia de las clases política y empresarial es casi imposible de calcular. En unos cuantos períodos presidenciales, incluido el actual, se ha derrochado una cuantiosa riqueza de recursos económicos, recursos naturales, potencial educativo de la población y el bienestar que todos estos factores podrían haber producido para el país en su conjunto. Lo vivido en estas últimas décadas ha sido un auténtico “desarrollo del subdesdarrollo” y los más afectados son como siempre las mujeres, niñas, niños y adolescentes.

Prohibido pensar, decidir y amar

Como en los oscuros tiempos de la hegemonía vaticana sobre los pueblos de América, hoy se pretende imponer la ley del silencio.

Nada bueno puede provenir de instituciones cuya premisa fundamental es mantener al pueblo en la más completa ignorancia. Esto sucede hoy con la puesta en vigencia de la Ley de Acceso a la Planificación Familiar, cuya implementación representa un enorme avance para un país cuyos indicadores de desarrollo social se encuentran entre los más bajos del mundo.

Resulta absolutamente irracional e irresponsable el rechazo de algunos grupos a poner al alcance de toda la población aquellas herramientas básicas para planificar sus embarazos, conocer el funcionamiento de su cuerpo, adquirir conciencia sobre sus derechos sexuales y reproductivos y, en fin, asumir la responsabilidad sobre su propio desarrollo como persona.

Los argumentos de la curia para repudiar y condenar la aplicación de esta ley son tan débiles, que ni sus propios feligreses los respetan al interior de sus hogares. Porque nadie podrá negar que una abrumadora parte de la población católica también usa métodos anticonceptivos con total libertad y sin resabio de culpa, y que, en algunos casos muy especiales, hasta tiene el privilegio de recibir una dispensa para realizar procedimientos públicamente condenados por la iglesia.

El intervencionismo eclesiástico en asuntos de Estado no es congruente con la historia de esa institución, cuyo lamentable papel ha consistido desde la Edad Media en mantener en la ignorancia de sus derechos a las clases menos favorecidas –mujeres, obreros y campesinos-, en un esfuerzo por dar a la alta burguesía un poder total sobre la fuerza de trabajo.

Si esto no es abusar de la credulidad y la fe, entonces ¿cómo puede calificarse esa manipulación desde los púlpitos que contribuyó al dominio de clase sobre las comunidades indígenas desde la época de la Conquista hasta nuestros días? Hoy las voces que se alzan contra la libertad individual, con el acento puesto en la represión de la mujer y la juventud, no reparan en el hecho de que esa libertad es un derecho humano inalienable, y que desde esa libertad que tanto condenan se pueden sentar las bases de una sociedad más democrática y progresista.

Nadie niega que la educación sexual debe comenzar en el hogar. Sin embargo, la supina ignorancia de la ciudadanía sobre los temas que hoy nos ocupan constituye el mayor de los impedimentos para establecer una comunicación eficaz entre padres e hijos, precisamente por la construcción antinatural de mitos y tabúes, temores y amenazas desde las elevadas esferas del imperio de la fe.

Complicidad oficial

¿Por qué en lugar de aumentar impuestos no recuperan lo robado? Eso bastaría para financiar el gasto público.

A Paredes prácticamente lo absolvieron. Sólo pagó 1 millón de fianza y conservó a buen resguardo todo el dinero defraudado al fisco por concepto de derechos aduanales, más lo que probablemente hizo en negocios con los gobiernos anteriores, en especial el de Portillo. Dicen las publicaciones de prensa que el Ministerio Público calcula su fortuna en unos 2 mil millones, pero veinte años de impunidad fueron borrados de un plumazo porque la ley no es suficientemente explícita para condenar esos delitos.

Ahora el gobierno pretende aumentar impuestos. Aún haciéndose pública la asignación de miles de millones de quetzales a empresas fantasma o compañías que sólo figuran en papel, no suficientemente legítimas como para operar con recursos del Estado, ahí van los cheques pagados con los tributos que al pueblo le están costando mucho más de lo obtenido por su esfuerzo.

El colmo es el silencio sobre los más evidentes y descarados casos de corrupción, como el del Crédito Hipotecario Nacional, la quiebra de los bancos privados, los fondos del Congreso de la República –cuyo responsable principal todavía ocupa una curul- y otros desfalcos a los cuales se les ha tendido un conveniente manto de silencio, porque los implicados probablemente llegan hasta las máximas alturas de la cúpula del poder.

Los decomisos de droga son otro tema singularmente manipulado. Se sabe que uno de los procedimientos para aceitar el paso de la droga en los países-corredor, como Guatemala, es el dinero contante y sonante que la acompaña. Cuando se habla de miles de toneladas, esos billetes constituyen sin duda un volumen significativo de la carga.

Sin embargo, en los decomisos de droga los dólares brillan por su ausencia. Es pertinente preguntarse ¿quién se queda con ellos? ¿entre cuántos se los reparten? Y, obviamente, ¿qué tan alto llega esa distribución de beneficios marginales?

En Guatemala el dinero no es lo que hace falta, lo que se necesita es un gobierno limpio, capaz de administrar los recursos de manera eficiente, efectiva y transparente sin hacer muecas cada vez que se le exigen cuentas. Un Congreso que cumpla con su papel fiscalizador y no se escude tras su inmunidad para concertar acuerdos oscuros y obtener beneficios personales a costa del pueblo.

La sociedad ya comienza a organizarse, pero aún le falta mucho para alcanzar el nivel de participación que requiere un proceso democrático verdadero. Las organizaciones de mujeres –que en otros países han tomado el toro por los cuernos- deben conformar un frente unido y evitar diluir su fuerza en una competencia mutua, estéril y destructiva. Hoy no se trata de adquirir protagonismo, sino de vencer en la lucha contra la impunidad, el abuso, la discriminación y todas esas lacras a las cuales los actuales dueños del poder son tan aficionados.

La mujer invisible

Más daño ha causado a este país la clase política que todos los criminales que prosperan a su sombra. 

Hoy el tema en boga es la ausencia de mujeres en la junta directiva del Congreso de la República, hecho coincidente con la noticia del triste papel de Guatemala a nivel mundial en los indicadores de equidad de género. Sin embargo, para analizarlo es preciso retroceder en la cadena de causa y efecto, y comprender la profunda influencia de los modos de gobierno prevalecientes en las últimas décadas, regidos por el interés particular, por prácticas discriminatorias, racistas y clasistas, por la ausencia de valores cívicos y el aprovechamiento de los cargos públicos como botín.

Esta visión acomodaticia de la política es el fundamento mismo del clientelismo, la corrupción y el abuso de poder que en Guatemala tienen prioridad por sobre el bienestar de la población y sus oportunidades de desarrollo. La relación de este hecho con la integración de la junta directiva del Congreso se comprende al considerar que la mayoría de las mujeres incorporadas a la función política carecen de vínculos de influencia o se han construido su espacio a fuerza de trabajo, perseverancia y claridad en sus objetivos.

Por lo tanto, estas representantes del sector femenino no encajan en el entramado de los políticos tradicionales, armado con negociaciones ilícitas –cuando no abiertamente ilegales-, con el uso indiscriminado de su inmunidad para cometer actos de corrupción, la mayoría de las veces inimputables gracias a mecanismos creados para ese propósito por ellos mismos y con una visión nula de su papel como gestores de desarrollo.

La presencia de la mujer nunca será bienvenida en esos círculos, por ser un elemento incómodo cuya sola existencia crea un factor de juicio incompatible con estas prácticas, resultando mucho más conveniente marginarla, ya que la ley así lo permite. Es decir, mientras no se legisle para reducir el abismo que separa a la mujer de posiciones de poder político –con un sistema de cuotas, como se ha hecho en países más desarrollados- jamás se podrá pretender siquiera un atisbo de equidad de género en Guatemala.

Pero el problema es quiénes legislan. De continuar el país en manos de una camarilla política ajena por completo a los intereses de la sociedad que les ha confiado los destinos de la Nación, cualquier intento por reducir los niveles de corrupción y fiscalizar la labor de quienes gobiernan, será en vano. Guatemala está en graves problemas, pero no por el narcotráfico ni por el crimen organizado, no por mareros ni asesinos, sino por la estulticia, la total falta de patriotismo de quienes les han permitido apoderarse del territorio al robarse, junto con los fondos públicos y la credibilidad de las instituciones, las oportunidades de construir un país educado, productivo y encaminado a un futuro próspero.

La palabra prohibida

Las políticas públicas en salud sexual y reproductiva constituyen un instrumento de avance social y un reconocimiento de los derechos humanos.

La práctica inhumana de la ablación del clítoris en las niñas musulmanas es un aunto de fe. También lo es en algunas religiones la prohibición de recibir asistencia médica o sangre transfundida porque para ciertas doctrinas el destino de cada persona ha sido determinado por un ser superior y es preciso acatar su disposición con humildad y total subordinación.

Algo parecido sucede cuando se aborda el tema del aborto, cuyas connotaciones abarcan desde la discusión puramente política y conservadora que niega a la mujer el derecho a disponer de su propio cuerpo, criminalizando cualquier intento de poner término a la vida de un feto –con las consiguientes repercusiones legales, morales, éticas y sociológicas- hasta el hecho incontestable de que la práctica masiva de abortos clandestinos se debe en gran parte a la influencia religiosa en los asuntos de Estado, como por ejemplo su interferencia en las políticas públicas sobre salud sexual y reproductiva.

América Latina es uno de los continentes –después de Africa- en donde el tema del aborto clandestino está oculto, acallado y prohibido, pero siempre presente. En nuestro continente se practican alrededor de 4 millones de abortos clandestinos al año y la cifra de mujeres muertas por esta causa sobrepasa las 4 mil en el mismo período. Aún así, las exigencias de la fe impiden la divulgación masiva de información sobre métodos anticonceptivos que podrían reducir esta masacre, basadas en principios que las propias instituciones eclesiásticas tienden a suavizar cuando se trata de casos que les tocan de cerca, como la violación de monjas o situaciones similares en familias pudientes muy cercanas a los grupos de poder.

El aborto, esa palabreja tan repugnante para los fundamentalistas religiosos que niegan ese y toda clase de derechos a la mujer por el sólo hecho de serlo, es una realidad palpable, constante y en perpetuo crecimiento. La fe por sí sola nunca será suficiente razón para que una niña dé a luz a un ser producto de un incesto o una violación. Tampoco para que una mujer arriesgue su propia vida por una criatura inviable o cuya supervivencia esté marcada por el sufrimiento.

El tema en sí constituye tal afrenta para ciertas personas que no vacilarán en manifestarme su repudio con un solo argumento: que nadie tiene derecho sobre la vida de otro. Sin embargo, son esos mismos apóstoles de la vida quienes condenan a muerte a miles de niñas, adolescentes y mujeres adultas negándoles una adecuada educación sexual, influyendo en las legislaturas para frenar todo avance en el respeto a los derechos de esta mayoría de la población y criminalizando toda iniciativa tendente a reducir las grandes injusticias sociales, en una condena irracional que ninguna doctrina puede justificar.