miércoles, 28 de agosto de 2013

Aires de verano

No sea grosera con su prima, pídale perdón. Fue lo único que me saqué por tratar de ser digna. A veces odio esas vacaciones de prima pobre, con una maleta llena de cosas que no quiero ponerme porque me dan vergüenza, y un sentimiento de arrimada que no se soporta. Pero también, en algún contradictorio rincón de mi ser, quería sentirme como si mi vida fuera perfecta.

Ellas son amables y hasta cariñosas. No sé cómo pueden.

Lo vamos a pasar bien, vaaamos… insistió con una sonrisa demasiado auténtica como para molestarme. El sentimiento de culpa se aloja y dura todos esos días y semanas interminables, calientes y al final divertidos, aún a mi pesar.

El auto siempre me produce esa sensación de encierro e impotencia. Los chicos atrás, decían, aunque en realidad éramos todas chicas. Y nos apretujábamos en el asiento trasero, donde siempre me tocaba en medio de las grandes porque nunca lograba hacer valer mi derecho a ventanilla. Hasta que empezaba a boquear, medio en serio y medio haciéndome la mareada como último recurso para respirar aire puro.

Los almendros de la casa del cerro eran una de mis fantasías del verano. Era tan raro comer almendras en casa. Cuando las compraban era para preparar esas enormes fiestas, que duraban la noche entera y en la que todos terminaban borrachos perdidos. Sé que terminaban borrachos porque se ponían alegres y me hacían bailar, porque en casa nunca se tocó el tema. Allí, al parecer, nadie se emborrachaba jamás. Eso es de pobres, decía mi mamá muy orgullosa de que sus propias indignidades fueran tan elegantes.

Bajamos por la cuesta y al final de la curva se abrió el mar. Siempre me aturdía esa superficie azul que me dejaba quieta por el resto del día. También cuando íbamos en tren, el trencito de la costa lleno de veraneantes que se bamboleaba mientras cruzaba a toda velocidad frente a la mirada estupefacta de las vacas.

Compremos cocos, decía mi mamá y sacaba un billete crujiente de su cartera. Era uno de los signos vacacionales, porque había otros: el café con leche batida muy temprano en las mañanas, el olor a bronceador al acostarnos en las camas extrañas, y la arena pegada a la piel.

También había privilegios que fluctuaban, que sucedían a veces sí y a veces no. Como el permiso para irnos solas a la carpa donde se reunían todos al atardecer a bailar y comer palmeras pegajosas con coca cola, y donde nos sentábamos expectantes a ver quien conseguía que un chico guapo le concediera el primer baile.

En la noche, tenía los ojos afiebrados y la piel roja y tirante. Todos habían caído rendidos después del baño, menos yo, que todavía sufría la verguenza de mi desnudez frente a mi prima. Era como exhibir las llagas de la guerra, de una guerra que nunca terminaría porque estaba pegada con cola a mi destino de niña pobre.

Su mirada cálida no había hecho menos humillante el hoyo en mis calcetines ni los tirantes de mi combinación llenos de nudos para sostenerla en su sitio. Además, estaba esa suciedad perenne que yo no había conseguido sacar pese a que me raspé las manos en el lavadero hasta sacarme sangre. Siempre sabía que iba a tener que exhibirme, tarde o temprano, cuando mi tía nos llamara para el baño de rigor.

Papá encendió un cigarrillo y me miró con severidad, como si hubiera cometido un crimen capital. Siempre me sentía así en su presencia. Era como si practicara con nosotras las materias de su breve paso por la escuela de leyes. Era el juez supremo y nosotras un par de miserables hormigas pecadoras.

Pero esta vez el nudo en el estómago se hizo menos duro, quizás porque allí estaban mis primas, en la habitación de al lado y él no se atrevería a pegarme por no parecer abusivo. Tenía una sensibilidad especial para calcular cuándo estaba frente a sus admiradores y cómo actuar. Supongo que fue ese talento lo que lo mantuvo tanto tiempo en la política.

Esa noche me senté en el banquito del tocador para ver cómo se maquillaba Juanita. Iría al casino con los mayores. Admiré siempre su estatura, su piel lisa y blanca y los ojos verdes. No creí que su cuerpo regordete le quitara ni un ápice a su belleza natural. Sobre todo porque era la mayor de todas, ya era grande, ya podía irse al casino con los adultos y nadie le criticaba nada como a todas las demás.

La mano iba y venía con el pincel aplicador. Sombra verde, luego gris y una raya perfecta para alargar los ojos que, en realidad, estaban algo chiquitos (pero verdes). El vestido no tenía nada de especial, aunque marcaba sus formas como si estuviera mojado. De todas maneras, nada hubiera podido evitar que le dedicara mi más rendida admiración.

Mamá también se había esmerado. Esas noches de casino eran célebres. Todos teníamos algo que ver en los preparativos, hasta que finalmente se subían al auto, nos dejaban recomendadas con los primos mayores, y desaparecían en un estruendo cerro abajo.

La crespa era la más seria de todas. Le decíamos crespa porque tenía el cabello ensortijado, con destellos dorados. Mis mechas lacias y rojizas lo envidiaban a morir, porque yo estaba convencida de que el cabello ensortijado era lo más bonito del mundo. Nada podía ser mejor, excepto tener unos pechos redondos y cintura de avispa, todo lo cual me había sido vedado por naturaleza, aunque ni siquiera tenía la edad para comprobar esa triste realidad.

Los días transcurrían lentamente, como si tuvieran pereza de acabar con el verano y hacernos regresar a la ciudad. Mis padres desaparecían durante semanas y nos quedábamos solas en esa enorme casona, donde mi tía ni siquiera se hacía notar. La madera de los pisos olía a cera y esa media penumbra se adhería a una como efecto residual de un tiempo suspendido.