viernes, 5 de mayo de 2006

Ser mujer

Desde antes de nacer, ella está condicionada por normas y leyes dictadas por los propietarios del sistema social, en su contra.

Al hablar de los derechos de las mujeres, una de las primeras ideas que viene a la mente es su prolongada lucha por conquistar derechos civiles básicos, en los dos siglos anteriores a éste. El derecho a la ciudadanía fue uno de ellos. Votar. Algo aparentemente tan elemental como acudir a un centro de votación y emitir un voto para elegir libre y democráticamente a sus autoridades, representó una batalla encarnizada durante generaciones.
Ser electa para un cargo público fue otro derecho conquistado luego de grandes luchas y la constante ridiculización de quienes se oponían. Ser admitidas en las universidades, sobre todo en algunas facultades en las cuales la prohibición para que las mujeres ingresaran constaba en sus estatutos, como una cuestión de honor.
Y por supuesto, los derechos a disponer de sus bienes, a heredar y a ejercer una profesión con independencia de su estado civil, aún se encuentran coartados para ellas en muchos países que presumen de democráticos y libertarios. Basta con repasar el código civil de Guatemala y los humillantes párrafos que, aún hoy, los oficiantes tienen la obligación de leer en voz alta durante la ceremonia del matrimonio, para darse cuenta de las enormes contradicciones entre el discurso político y la dura realidad.
Por eso es importante tomar distancia, recordar la historia y, a partir de ahí, observar los esfuerzos de la Iglesia Católica –una de las instituciones más represivas en lo que respecta a los derechos de la mujeres- y de los políticos, hombres y conservadores, por evitar que la mujer tenga acceso a su plena libertad.
Esto que les asusta tanto, significa simplemente tener igualdad ante la ley como lo manda la Constitución Política de la República, enmendar aquellas leyes discriminatorias que atentan contra su dignidad de seres humanos, legislar adecuadamente para facilitar su acceso a la educación y a la información sobre salud sexual y reproductiva, eliminar toda forma de acoso sexual y castigar a quienes atenten contra ellas, tanto en el ámbito público como privado.
Parece sencillo y evidente, pero ya en pleno siglo veintiuno y en un país supuestamente democrático, son hombres con sotana y funcionarios de corbata quienes deciden, por sí y ante sí, si una mujer puede tener el control de su propio cuerpo, si ella puede o no tener acceso a la información que le atañe, si se la condena o no a engrosar las elevadas filas de muertas por parto o víctimas de violación o si, por puro prejuicio, se le vedarán todos esos derechos y se la condenará a otros veinte años de oscurantismo, con el único objetivo de mantener el control social, político y económico con la fuerza de una dictadura de hecho.

La fuerza de la costumbre

El ambiente de inactividad produce una relajación inducida, capaz de hacernos olvidar lo duro de nuestro entorno.

Hoy están de regreso. Con suerte hicieron el trayecto por carretera sin demasiados atascos, sin accidentes evitables, sin desperfectos mecánicos prevenibles, sin sufrir la tortura de viajar en un bus sobrecargado conducido por algún irresponsable.
Porque en Guatemala nada está garantizado, las leyes no se respetan y los reglamentos del tránsito sólo sirven para adornar los anaqueles de las escuelas de automovilismo. Las licencias de conducir –todos lo saben- se compran en el centro de la ciudad por la módica suma de 300 quetzales, idénticas a las originales.
Por todo eso es mucho más saludable quedarse en casa, disfrutar del silencio de los barrios -mientras no sea interrumpido por alguna alarma de incendio- y leer todos esos libros pendientes que acumulan polvo en las libreras.
La pereza, como el ocio, sólo son pecado para ciertos fanáticos religiosos. Ambas son, en realidad, el caldo de cultivo de la creatividad y el espacio legítimo del cual nos debemos apoderar en cuanto tenemos la oportunidad de hacerlo. Hacer nada y hacerlo bien. Dejar a la mente divagar a su antojo, concentrarse en relajar cada músculo del cuerpo y sentir esa exquisita sensación de flotación capaz de lanzarnos de cabeza al sueño profundo.
Estos son los lujos que insistimos en negarnos por temor a parecer negligentes o por la simple fuerza de la costumbre, que dicta en nuestra conciencia una necesidad compulsiva de ser productivos, aunque no haya necesidad alguna de producir.
La Semana Santa es un breve período de tiempo –demasiado breve, sin duda- que con los años ha ido tomando cuerpo y ha definido toda una manera de actuar. En sus dos vertientes, la religiosa y la otra (no sabría cómo llamarla) la sociedad guatemalteca ha construido tradiciones y costumbres que se sobreponen unas a otras, adquieren nuevos matices pero nunca pierden el sabor de antaño.
Parte de ello es también el temor a dejar la casa vacía, porque casi existe la certeza de que al regreso la encontraremos, efectivamente, vacía. Y la incertidumbre de permitir que los hijos adolescentes se vayan a las casas de descanso de familiares y amigos, porque los accidentes en carretera terminan engrosando una larga lista de víctimas fatales.
Pero llega este lunes y, si hemos sido afortunados, ni robaron en casa ni murió nadie en el intento de pasar unos días en la playa. Sólo nos esperan las noticias frescas con las estadísticas de rigor y un dejo de nostalgia por tener que abandonar la hamaca, los libros y esos deliciosos momentos de abandono, que no se comparan con nada.

Tatuajes ocultos

Es asombroso cómo los policías convierten a las víctimas en delincuentes, con un simple comentario al pasar.

La ley no los autoriza para dar declaraciones, emitir opiniones personales o adelantar resultados de una investigación que ni siquiera se ha iniciado. Sin embargo, nunca falta la frase concluyente por medio de la cual el uniformado, observando el cadáver con esa actitud relajada que da la costumbre, lanza la sentencia definitiva: “Esto debe ser una venganza”.
De ahí parte, además, una secuencia de hechos que van definiendo una manera estereotipada de ver las cosas, de empaquetar todos esos asesinatos inexplicables de madres, hijas, novias, esposas y hermanas cometidos en la tienda, a la salida de la universidad, dejando a los niños en la escuela o al regreso del trabajo, como si fueran parte del cotidiano. Al final, la sociedad no tiene más remedio que defenderse de la agresión y cierra ojos y oídos porque ya no quiere saber de tanta violencia.
El problema es que no sirve de nada bloquear los sentidos, porque así lo único que se logra es convencer a los criminales de que nadie puede detenerlos. Lo peor está en esa certitud de los criminales, la cual les garantiza tanto la impotencia de la comunidad como la ineficacia de las autoridades.
Las mujeres muertas van sumando a la cuenta de una justicia inoperante. Ahí están sus ojos vacíos, su sangre desparramada en las calles y un sistema incapaz e indiferente, cuyas autoridades se vuelcan en una frenética competencia por ganar su sitio en las planillas de los partidos políticos, de cara a las próximas elecciones.
El policía continúa desarrollando su absurda teoría frente al cadáver, frente a los hijos y a los familiares que no comprenden nada porque nada los preparó para un horror semejante. “Tenemos que revisarla para ver si tiene tatuajes”, repite, como si un tatuaje le diera sentido al crimen.
Y los reporteros corren a repetir la absurda declaración de un policía ignorante, multiplicando así el estigma, para satisfacer a esa masa que se nutre de violencia, quizás como una manera de evadir su propia realidad.
Con tatuaje o sin él, la víctima –esa mujer-madre, esa mujer-hija o hermana o abuela o cualquier cosa, menos criminal- seguirá la secuencia inevitable del trámite interminable de sus seres queridos para recuperar el cuerpo y darle sepultura, su lucha contra una burocracia sin sentido, los ruegos inútiles para que le asignen un fiscal al caso, la resignación en medio del dolor cuando al final aceptan que no existe tal caso y luego, cuando ya el duelo es una sombra instalada en ese hogar deshecho, la aceptación de que jamás se hará justicia.

Mujer y trabajo

El quinto patio

Mujer y trabajo
Es hora de reconocer oficialmente el aporte de la mujer a la economía nacional a través de un trabajo por lo general no reconocido, mal pagado y sin prestaciones laborales.

A las mujeres se nos ha intentado convencer, desde la infancia y quizás antes de eso, de que la subordinación es inherente a nuestro sexo. Que vinimos a este mundo a servir a otros, a complacer a otros, a dar vida a otros gracias a esa graciosa condición de servidumbre pegada a nuestros cromosomas.
También se nos ha vendido la idea de que permanecer en casa al cuidado de los hijos es un absoluto privilegio, por lo cual esa labor constante no debería considerarse un trabajo y mucho menos ser reconocida como aporte efectivo en los indicadores de productividad y desarrollo del país. Y lo hemos creído. De hecho, el reconocimiento del estatus de ama de casa como actividad productiva ni siquiera aparece en la agenda de líderes ni activistas.
Cuando se entrevista a una mujer –no importa el ambiente, estrato social o nivel económico- y se identifica como ama de casa, lo primero que surge de ella misma, en un primer impulso, es su declaración de mujer “no trabajadora”. A menos que pertenezca a ese 5 por ciento de la población cuyo nivel le permite delegar todo trabajo doméstico en personal contratado para ese fin, la mayoría de las mujeres cumplen una jornada de más de doce horas y ejecutan, sin feriados ni vacaciones, todas las funciones necesarias para mantener un hogar organizado. No sólo mantienen a sus niños limpios, educados y alimentados, sino también se hacen cargo de lavar, planchar, cocinar, barrer pisos y limpiar ventanas, coser ropa y hacer malabares para ajustarse a un presupuesto mínimo que ni siquiera les deja margen de ahorro.
Estas mujeres “no trabajadoras” sostienen aquello que a los políticos les encanta mencionar como la célula base de la sociedad y el sustrato de la cultura nacional: el hogar. Pero cuando las cosas se ponen difíciles, son las primeras víctimas del infortunio y pasan a engrosar las filas de la pobreza al no tener acceso a ningún programa de previsión social, reinserción laboral –para qué, si nunca han trabajado- o compensación por desempleo. Su existencia pasa inadvertida en todas las estadísticas y cuando llegan a la edad del retiro, su única esperanza es haber conservado a un marido o a unos hijos que las mantengan durante la vejez.
En este Día del Trabajo, es justo dar un reconocimiento a las amas de casa del campo que trabajan tanto o más que los hombres pero que no reciben pago alguno; a las amas de casa de los barrios marginales que contribuyen con la economía del hogar gracias a un trabajo informal no reconocido en las cifras oficiales y a todas las demás que constituyen un importante contingente de ciudadanas productivas, cuyo aporte al desarrollo nacional es un hecho incontestable.
elquintopatio@mac.com