domingo, 14 de julio de 2013

Lastre político

Un enorme fardo de frustraciones es la herencia de años de violencia.

La nota decía: “Antropólogos de Guatemala encontraron al menos 500 osamentas de indígenas masacrados durante la guerra civil, tras 11 meses de excavaciones en un antiguo destacamento militar donde ahora funciona un comando de operaciones de paz de la ONU”. Un destacamento militar como muchos de los instalados a lo largo y ancho del país, dedicados a ejecutar las tácticas de combate antisubversivo en el marco de la Guerra Fría, entre otras funciones.
La noticia no tuvo repercusiones excepcionales en la sociedad guatemalteca. De hecho, no mereció primeras planas, declaraciones oficiales, demanda de explicaciones por parte de la sociedad ni el indicio de alguna protesta ciudadana. Tampoco parece haber seguimiento mediático. Muy poco ruido para tantas osamentas de indígenas masacrados durante un operativo militar en una de las regiones más castigadas por el conflicto armado.
500 osamentas, un niño abandonado bajo el cadáver de su madre en una carretera solitaria, una cabeza humana hallada en un mercado de la zona 5 de Mixco, todas noticias dispersas marcando el tono para 2013. Pero ya la costumbre ha sentado sus reales apagando la protesta y consolidando la resignación como un valor más que como una actitud. Anestésico imprescindible para vivir.
Quizás, entonces, la designación de un militar, kaibil, de la línea más dura, estratega de la contrainsurgencia y amigo fiel del poder económico sea congruente con esa realidad ya delineada como un estado indefinido de posguerra del cual Guatemala no puede escapar.
¿En dónde queda entonces el deseo de reconciliación si no es en puras quimeras? ¿Qué reconciliación puede surgir en una sociedad tan profundamente dividida y temerosa de todo lo que represente involucramiento y lucha por sus derechos? La democracia exige participación ciudadana como requisito para su propia existencia. Sin ella, el quehacer político se sustenta de autoritarismo y abuso de poder, perdiendo su esencia y cualquier esperanza de desarrollo en un marco de respeto por los derechos humanos.
Los crímenes llamados “comunes” también forman parte de esa herencia de violencia política en la cual Guatemala se ha visto inmersa durante tantas décadas como precio por su tremenda debilidad frente a otras potencias y organismos mundiales desde los cuales han emanado directrices políticas y económicas que definieron su ruta. Esos crímenes comunes, esa delincuencia callejera, es producto directo de las desigualdades sociales y las fallas institucionales derivadas de la corrupción y la carencia de un concepto de nación.
Este escenario, por lo tanto, tiene una continuidad perfecta en el tiempo y conforma un complejo sistema de vasos comunicantes. Cuando se produce un acto de corrupción en una dependencia del Estado, tiene impacto directo en algún programa de desarrollo no ejecutado, en algún presupuesto reducido y en la pérdida de oportunidades para algún segmento de la población totalmente ajeno al motivo de su desgracia. Y eso, en cualquier sociedad, constituye un terrible lastre político casi imposible de sobrellevar.
(Publicado el 12/01/2013)

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