sábado, 26 de septiembre de 2009

Auditoría social

La participación de la población en temas de relevancia política es un ejercicio fundamental en la democracia. La ciudadanía tiene todo el derecho de pronunciarse pública y efectivamente para impedir que el Congreso de la República consume una de sus frecuentes acciones en contra de los intereses nacionales: votar por planilla para elegir a los magistrados a las cortes Suprema y de Salas de Apelaciones, en lugar de hacerlo de manera individual, pública y transparente. Este modo de esquivarle el bulto a la fiscalización y ganar espacios a costa del desarrollo nacional ha sido una de las patologías atávicas de las asambleas legislativas, trucos a los cuales la población ha terminado acostumbrándose como si la trampa y el engaño fueran inherentes a la naturaleza de esa función pública. Sin embargo, el papel de los legisladores en el caso que los ocupa actualmente, marca un momento histórico en los esfuerzos por construir el devastado estado de Derecho, rescatar la institucionalidad del organismo legislativo, consolidar un sistema de justicia basado en la transparencia, honestidad y ética, y de este modo responder al mandato de sus representados, tal y como lo manda la Constitución. Es importante señalar que las bancadas y diputados independientes han marcado su posición de manera categórica al hacer público su compromiso de actuar con independencia, publicidad y transparencia; asegurar que los magistrados electos sean profesionales capaces y honestos; rechazar la injerencia de los grupos de poder; comprobar el compromiso de los candidatos con los derechos humanos y contra la impunidad; garantizar la publicidad de los perfiles de los aspirantes a magistrados con el propósito de facilitar la auditoría social; celebrar audiencias públicas con el mismo propósito y, finalmente, elegirlos mediante voto nominativo y público. De este modo, este pequeño grupo de legisladores se coloca en perfecta sintonía con las expectativas de las y los ciudadanos conscientes de que en Guatemala el cambio hacia una sociedad auténticamente democrática y pacífica, debe venir unido al compromiso personal de renunciar a las componendas y al oportunismo. Esta postura deberá reflejarse –ya sea de manera voluntaria o por la fuerza de la presión popular- en la Asamblea Legislativa como un todo. No hay excusa posible que permita a los partidos políticos representados en las distintas bancadas, eludir el mandato constitucional que prohíbe a los diputados representar intereses de compañías o personas individuales, subrayando el hecho de que los trabajadores del Estado están al servicio de la administración pública y nunca de partido político, grupo, organización o persona alguna. Esto los deja solos con su conciencia, de cara al pueblo de Guatemala.

El espíritu de la ley

Miembros de la Comisión Internacional de Juristas pusieron el dedo en la llaga. Los jueces han sido discriminados por las comisiones de postulación para ocupar los cargos de magistrados a las cortes Suprema y de Apelaciones. Esta fue una de las conclusiones de los miembros de la Comisión Internacional de Juristas, en conferencia de prensa celebrada ayer. A tan puntual señalamiento se podría añadir que mujeres e indígenas también han sido marginados de un proceso que debería ser modelo de transparencia, incorruptibilidad y equidad. La misión de la CIJ, integrada por José Antonio Martín Pallín, Magistrado Emérito del Tribunal Supremo de España, Philippe Texier, ex Magistrado de la Corte de Casación de Francia, José Zeitune, Consejero Jurídico Principal para Latinoamérica de la CIJ y Ramón Cadena, Director de la oficina de la CIJ en Centroamérica, manifestó su profunda preocupación por la forma como se está llevando a cabo esta elección. En este sentido, los juristas se refirieron específicamente al cabildeo de los candidatos a magistrados con las distintas bancadas del Congreso de la República, lo cual no sólo vulnera su dignidad sino también contribuye a desvirtuar un proceso que debe reflejar absoluta transparencia dentro de un marco eminentemente institucional. Es importante recalcar, una vez más, la trascendencia de rescatar una elección ya viciada por las Comisiones de Postulación y llevarla de vuelta a un marco de transparencia y publicidad capaz de despejar toda duda. En estos días el futuro del estado de Derecho en Guatemala se encuentra en manos de una asamblea legislativa señalada por actos anómalos y componendas torcidas, pero que tiene la oportunidad dorada de restituir su dañada imagen por medio de una conducta apegada al espíritu de esa ley planteada, discutida y aprobada en el seno mismo de su institución. Para garantizar la pureza del proceso, es imprescindible el involucramiento directo de todos los sectores de la sociedad, incluso aquellos que tradicionalmente se abstienen de participar en los asuntos políticos. Hoy se trata de enderezar el sistema de justicia. De hacerlo viable, de depurar sus filas y rescatarlo de la degradación que tanto daño ha hecho al país. Es imperativo exigir al Congreso actuar con seriedad, hacer públicas las audiencias, estudiar a fondo los expedientes y dar valor a la experiencia de quienes han hecho de la judicatura una profesión honorable aún a riesgo de su propia vida. Los legisladores deben actuar como representantes de un poder del Estado, no de una bancada ni de un partido político. Ya es tiempo de que sus decisiones obedezcan al mandato constitucional y no al de sus financistas de campaña. Y, por cierto... 35 columnistas fueron invitados a esta conferencia de prensa y sólo llegamos 2. ¿Será que el tema no es importante?

Maíz seco

Es vergonzoso que la cooperación internacional tenga que prestar los fondos para financiar el plan de seguridad alimentaria y nutricional. No parece llamar la atención de nadie, pero en un país democrático se supone que los programas básicos de atención a la población de escasos recursos provengan de fondos públicos y no de la limosna internacional. Para reunir esos fondos, debería establecerse un sistema adecuado y estricto de recaudación fiscal que en Guatemala es, simplemente, una utopía. Durante el proceso de las negociaciones para la firma de la paz, hace ya más de una década, la comunidad internacional planteó su preocupación por el hecho de que los fondos destinados a ayudar a Guatemala vinieran de los contribuyentes de sus respectivos países, mientras los grandes capitales guatemaltecos evadían su contribución al fisco. Es decir, que paguen los contribuyentes extranjeros lo que los chapines no quieren aportar. Lo mismo se puede deducir de la situación actual: una sequía prolongada que ha transformado los campos de cultivo en un estéril paisaje de ramas secas, con el pronóstico de posible pérdida de la segunda cosecha del año lo cual, según la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios de las Naciones Unidas, coloca a Guatemala en una situación de riesgo extremo para la población de la casi totalidad de los departamentos del país. El comportamiento de ciertos países se asemeja, en muchos casos, al de algunos individuos: les resulta más cómodo echar mano del crédito que poner en orden sus finanzas, recaudar impuestos, recuperar fondos robados y enderezar su presupuesto para colocarlo a la par de sus expectativas de desarrollo. Como las deudas traen un período de gracia, será el siguiente período de gobierno el que cargará con el fardo de los intereses, y éste a su vez lo echará sobre los hombros de la población. Es más que evidente que la supuesta social democracia del gobierno actual no resiste el menor análisis. La muchas veces anunciada crisis explotó y los ministerios a cargo de los temas de alimentación y salud no pudieron enfrentarla. Grandes cantidades de dinero se habían comprometido ya en los programas proselitistas de la esposa del Presidente y entonces resultó más fácil hacerse la víctima y pedir ayuda a los países amigos. En este mes de la patria mucho se ha hablado de independencia y dignidad, pero éstos son conceptos ausentes en el proceder de una administración que ha sido capaz de condenar al hambre y a la muerte por inanición a millones de seres humanos, en su afán por respetar compromisos con financistas de campaña y con el sector que siempre ha tenido la sartén por el mango.

Eran sólo promesas

Al titular de Gobernación le costó admitirlo, pero lo dijo: los anteriores ministros improvisaron y ninguno puso en marcha el plan de seguridad. La entrevista con el ministro de Gobernación publicada por Siglo Veintiuno el miércoles pasado nos da la certeza de que el Ejecutivo ha pospuesto el tema de seguridad para privilegiar proyectos con potencial para generar mayor capital político-electoral. En ella queda patente el hecho de que, aparte de existir una peligrosa inestabilidad en esa cartera –Velásquez es el cuarto que la ocupa en menos de 2 años-, la autoridad presidencial no ha sido suficientemente poderosa para mantener la ruta trazada y evidencia la indiferencia de las autoridades ante el dramático cuadro de violencia criminal en el cual se encuentra hundida Guatemala. Para los responsables de la seguridad nacional, según se deduce de la manera como el ministro trata de minimizar la situación, el número de muertos -4,064 personas entre el 1 de enero de 2008 y el 6 de septiembre de 2009, de acuerdo con los datos recabados por los reporteros de ese matutino, pero más de 6 mil según el Procurador de los Derechos Humanos- no constituye una tragedia. Sin embargo, para la población sí es una tragedia constatar que las promesas de campaña del actual mandatario nunca pasaron de ser eso, y su publicitada estrategia de combatir la violencia con inteligencia fue un slogan carente de fundamento. Las declaraciones del ministro adolecen de cierta incoherencia y revelan una de las mayores debilidades del equipo de gobierno: su cansona insistencia en hacerse las víctimas y echarle la culpa al empedrado por sus múltiples tropiezos. En otras palabras, nunca estuvieron preparados para enfrentar la realidad y ahora que la tienen enfrente no saben qué hacer con ella. La sociedad guatemalteca no merece tanto menosprecio por parte de los individuos a quienes brindó la oportunidad de regir los destinos del país. La verdadera cara de ciertas instituciones como la Policía Nacional Civil, en cuyas filas se ha encontrado a la crema y nata de la criminalidad, constituye una radiografía de la crisis actual y no hay excusa que valga para no iniciar el proceso inmediato de depuración y reestructuración que tanto ha exigido la sociedad civil. En tanto el Presidente y sus ministros continúen jugando al ejercicio de prueba y error con la vida de los guatemaltecos, tanto en el tema de seguridad como en los de salud y justicia, el deterioro en el cual se encuentra la función pública continuará su ruta descendente. Esto deberá servir de antecedente para cuando llegue el momento de decidir a quién se le entregará el poder por otros cuatro años, porque el punto de no retorno se encuentra ya peligrosamente cercano.

La violencia heredada

Las leyes no pueden cambiar la cultura de un pueblo. Esa labor corresponde a un sistema educativo coherente con la realidad y los valores humanos. Por más que se hable de independencia en estas fechas septembrinas, las cosas no han cambiado mucho desde cuando el imperio español dominaba política, económica y militarmente nuestro continente. Por lo menos, no en Guatemala donde la concentración de riqueza persiste en manos de unas pocas familias y la población indígena depende de la voluntad de esos pocos para tener acceso al desarrollo. En tiempos de la Colonia, los indígenas guatemaltecos eran considerados propiedad privada de los dueños de las tierras que les habían sido expropiadas a la fuerza. Esto figura en los libros de historia y existen testimonios escritos de la época, en los cuales se consigna hasta el más mínimo detalle de esas transacciones y registros de propiedad. La violencia contra la población empobrecida de aquellos tiempos, sin embargo, no cambió con la llegada de la revolución industrial ni con las consignas humanitarias de la Revolución Francesa, sino se transformó en parte de la cultura y las tradiciones que prevalecen hasta nuestros días. Uno de los episodios más ilustrativos de este desprecio por un porcentaje mayoritario de la ciudadanía –por cuestiones de etnia y nivel socioeconómico- fue el exterminio de comunidades enteras por parte del Estado –el Ejército pertenece a esta estructura y obedeció a las órdenes emanadas por su jefe- con el doble propósito de apoderarse de sus tierras y eliminar cualquier intento de rebelión política. Lo más chocante en esta guerra fue que, contrario a la distancia cultural característica de las tropas españolas, los soldados de los años ochenta pertenecían a las mismas etnias que sus víctimas. Hablar de independencia no es, por lo tanto, muy adecuado en una situación como la que vive el país. No sólo tiene una estructura político-administrativa prácticamente secuestrada por poderes fácticos y organizaciones criminales, sino también impotente frente al deterioro progresivo de sus instituciones más importantes por el elevado nivel de corrupción e ineficacia de sus cuadros políticos. La bandera no tiene la capacidad de elevar, por sí sola, el espíritu patriótico en una situación de extrema debilidad como la que atraviesa Guatemala. Es preciso tomar decisiones que muy probablemente tengan un elevado costo político, pero absolutamente indispensables para restaurar el equilibrio democrático y dar a la población una pauta ideológica más próxima a los valores humanos con su componente de tolerancia, solidaridad y oportunidad de participación. La justicia en un país independiente no reside sólo en meter a la cárcel a narcos y asesinos. Hay que actuar contra las estructuras de discriminación, abuso de poder, enriquecimiento ilícito, monopolio y apropiación ilegal de tierras.

Valores morales

Existe una confusión entre autoridad y autoritarismo, así como entre valores cívicos y la obediencia ciega a las órdenes superiores. Se escuchan por ahí ecos de viejas consignas militaristas y, lo peor de todo, es que vienen desde sectores civiles. Añoranza, quizás, de aquellos tiempos en los cuales el ejército represor y dictatorial le hacía el favor a las clases dominantes de eliminar enemigos políticos, “limpiar” territorios que servirían para sus grandes proyectos agroindustriales y otras tareas de menor envergadura. Por ejemplo, el alcalde metropolitano Álvaro Arzú, en un discurso pronunciado ante la asamblea legislativa con ocasión del aniversario de la independencia nacional, se quejó de que en Guatemala la democracia se considere un valor incuestionable, afirmó que la comunidad internacional no es más que una carga y que sería mucho mejor regresar a un modelo cívico militar de educación para regenerar a las instituciones. Interesante afirmación en un ex mandatario que firmó los Acuerdos de Paz y cuyo gobierno gozó de todos los privilegios del sistema democrático. Sin embargo, es necesario recordar que su incorporación a la administración pública se produjo durante el gobierno de Romeo Lucas, el gobernante militar represor y corrupto por excelencia, y desde ahí consolidó la plataforma política que lo llevó al poder. La apología del militarismo no es un tema nuevo ni será Arzú el último que lo proponga. Sin embargo, es importante señalar que nada tiene que ver la militarización de una sociedad con sus valores morales, su capacidad de organización ni su disciplina de trabajo. De hecho, no es precisamente el Ejército de Guatemala la institución más calificada para enseñar valores, después de haber sido señalada del exterminio y la desaparición de cientos de miles de hombres, mujeres, niñas, niños y ancianos y de las peores atrocidades que un cuerpo armado es capaz de infligir a una comunidad indefensa. Además de eso, de entre sus filas surgieron muchos altos oficiales señalados por la desaparición de enormes cantidades de dinero de las arcas nacionales en una serie de actos de corrupción que permanecen en la impunidad por la fuerza del poder de quienes los cometieron. De moral, son muy pocos los políticos que pueden hablar. Y esos pocos no lo hacen porque saben muy bien que de nada sirve arar en el mar y conocen el riesgo de escupir al cielo. Así es que los discursos apologéticos que llaman a descalificar a la democracia como sistema sólo por los abusos que cometen quienes detentan el poder, son una manera muy burda de encaminar al país a un desastre aún mayor y a una división más radical de la sociedad. Es decir, es una total irresponsabilidad.

Tierra de guetos

La consigna es no mezclarse, mantenerse apartado tras muros y púas del resto de esa sociedad a la cual no se pertenece. No hay que ser muy avispado para darse cuenta de que la fragmentación social corresponde a una manera extremadamente hábil de conservar el privilegio para unos, y la pobreza, la dependencia y el sometimiento de otros. El problema está en el acostumbramiento a ese marco de referencia que nos hace ver la segregación como algo connatural a esto que se tiende a llamar guatemalidad. Cuando algunas mentes lúcidas reclaman una revolución en el sistema actual –léase ese término como lo que es: “Cambio rápido y profundo en cualquier cosa” (DRAE)- de inmediato se estrechan las filas entre quienes prefieren la comodidad del estatus a los desafíos de un nuevo estilo de vida que no garantice su bienestar a través de una legislación casuística o una cadena de favores políticos. De ahí proceden muchas de las que se podrían catalogar como aberraciones políticas, las cuales han transformado a este país rico y privilegiado en un conjunto de guetos que no se mezclan más que para observar sus mutuas diferencias, aborrecer al destino que los colocó en el mismo territorio y, a partir de ahí, afianzar aún más las divergencias que les impiden comunicarse. El discurso tibio y ampuloso de los grupos de poder económico, que por lo general sólo repite las fórmulas de una corrección política condescendiente y elaborada a su medida, deja muy clara esa conciencia de dominio a niveles territorial, patriarcal e ideológico que se ha ido configurando desde la Colonia como un cepo inhibidor de cualquier expresión de libertad ciudadana. Quizás por esto último existe esa especie de conformismo, ese temor a manifestar públicamente su descontento y ese impulso de fundirse en el gris del anonimato que caracteriza al pequeño segmento de clase media, metido como el jamón del sandwich entre los poquísimos miembros de la alta burguesía y el enorme contingente de seres humanos que sobreviven a fuerza de milagros, trabajo informal mal pagado y carencias de todo tipo. Como apunta muy certeramente Raúl De la Horra en su columna del sábado en ElPeriódico, “Colectivamente como nación, como gobierno y como ciudadanos, todos hemos fracasado ante Dios y ante la Historia al propiciar o no impedir este holocausto. Así que, por favor ¡más vergüenza y menos blablabla!” La identidad nacional ausente durante décadas no se va a reparar por decreto para restaurar un tejido social hecho jirones. Todo lo contrario, es imperioso unir esfuerzos por derribar esos muros y construir una verdadera Nación en donde todos tengan acceso a las oportunidades que brinda una riqueza bien distribuida.

domingo, 6 de septiembre de 2009

En Guatemala los colores se despliegan con una luz sorprendente.

¡Qué tierra privilegiada!

Cuando veo las imágenes de la miseria me cuesta comprender que exista tanta pobreza en una tierra tan rica y generosa... Luego recuerdo quiénes la dominan...

sábado, 5 de septiembre de 2009

De nada sirve quejarse

Si el Ejecutivo estaba consciente de que se produciría el estallido de la crisis alimentaria, ¿por qué no hizo algo para prevenirla? El Presidente luce muy mal al atacar a la prensa con sarcasmos, aduciendo que los periódicos repiten cada año la misma cantilena del hambre y la desnutrición con el sólo fin de hostigar a las autoridades. Tampoco le hace ningún favor su cinismo al declarar que técnicamente en el país no hay hambre porque las abarroterías y supermercados están llenos de alimentos –“el problema en el país es falta de ingresos”. Entonces, de acuerdo con su razonamiento, el hecho de que las familias no tengan ingresos suficientes para adquirir alimentos no significa que haya hambre en el país, sino responde a la falta de responsabilidad de los padres de familia por no haber previsto que habría sequía. Dice el Presidente: “es un problema estructural” y tiene razón en esto, ¡claro que es un problema estructural! Y, si alguien conoce a fondo esa situación, es él, que durante años visitó cada rincón del país y tuvo la información de primera mano. Por lo tanto, ya debería haber un plan de contingencia pero, sobre todo, un programa coherente de desarrollo para sacar de la pobreza extrema a esa gente que hoy, de acuerdo con estimaciones del Relator Especial de la ONU sobre el Derecho a la Alimentación, alcanza al 63 por ciento de la población guatemalteca. Celso Cerezo, el cuestionado ministro de Salud, insiste en negar los alcances de la crisis, aduciendo que la desnutrición crónica es un problema endémico con el cual hay que vivir. Es decir, acostumbrémosnos a ver pasar por las pantallas y la prensa escrita cada cierto tiempo a esos cadáveres vivientes de niñas y niños abandonados a su suerte, ya que no responden más que a las características endémicas del país, así como los lagos, las montañas y las ruinas mayas. Por supuesto, el hambre del pueblo no se relaciona con el derroche ni la corrupción escandalosa en la administración de los fondos públicos ¡qué va! Para ejemplificar, ahí están las denuncias de las cuentas bancarias de Portillo, a las cuales fueron a parar los fondos destinados a la alimentación escolar, además de otras muchas partidas que supuestamente beneficiarían a los sectores más necesitados. Pero no hay que ir tan lejos, hay que exigir transparencia en los contratos de las obras públicas, entre ellas la multimillonaria inversión en la Transversal del Norte. Olivier De Schutter, el relator de la ONU, se muestra alarmado por el índice de desnutrición en Guatemala. Sin embargo, su alarma no mueve ni un ápice al aparato gubernamental, cuyos representantes parecen haberse blindado contra todo cuestionamiento. Las declaraciones del ministro Cerezo, del vicepresidente y del propio Colom son toda una apología del absurdo: En Guatemala, todo está bajo control.

Eso de las comparaciones...

El ministro de Salud, Celso Cerezo, afirmó que en Guatemala no hay desnutrición aguda. Lo que hay, según el funcionario, es desnutrición crónica. Lo que se deduce de las afirmaciones del titular de la cartera de Salud es que el país no está tan mal, después de todo, porque la desnutrición aguda “ni siquiera llega al 1 por ciento”. La perspectiva del funcionario es del todo burocrática, basada en cifras y estadísticas, excluyendo el factor humano, físico y tangible, el cual nos indica que en Guatemala la mayor parte de la niñez muere de hambre, rápida o lentamente. Los argumentos oficiales no sirven de nada a la población del corredor seco del oriente del país, cuyas carencias han saltado a las primeras planas con imágenes pavorosas de niñas y niños moribundos, con la piel arrugada y pegada al esqueleto. Es importante subrayar que aún cuando la ayuda llegue y esos niños logren recuperar la salud, hay otros indicadores –de cociente intelectual, talla y peso según edad- que nos traen de regreso a la brutal realidad: el desarrollo de la población chapina está en una fase de retroceso sostenido. La casta política y sobre todo el gran poder económico de esta Nación ya debería mostrar su preocupación por el estado de cosas en el país y no seguir buscando excusas en números no siempre claros y transparentes. Esto debe aplicarse en todos los ámbitos de la realidad nacional donde se evidencia la falta de iniciativas acertadas para reducir los graves indicadores actuales, que identifican al país en términos comparativos con los más pobres del planeta. El ministro Cerezo debería ir a decirle a las madres del corredor seco, a las familias de Huehuetenango, a las comunidades indígenas del altiplano, que “el país no está tan mal”. Tiene que explicarles cómo es posible que miembros de la directiva del Congreso de la República hayan hecho desaparecer 82 millones de quetzales, o que ciertos funcionarios se birlaron otra millonada del Instituto de Previsión Militar y del IGSS, sin que hasta la fecha se haya recuperado un dinero que habría sido más que suficiente para proporcionar alimento, educación y seguridad habitacional a millones de niñas y niños en la etapa más importante de su desarrollo. También tiene explicarles qué hay en el trasfondo de esas políticas públicas incapaces de resolver los asuntos más urgentes y por qué muchas de las decisiones de alto nivel tienen más que ver con las cuotas de poder para los partidos políticos que con las ingentes necesidades de la población. Al final, las comparaciones quizás resulten útiles para medir la efectividad de los programas sociales en países mejor organizados, bajo el liderazgo de gobernantes con mayor incidencia en los cambios que un país necesita para transitar por el camino del desarrollo y la auténtica democracia.

Mi vida, mi mundo

Vivimos en un país sin sociedad, en medio de un gran conjunto de individuos conectados a su medio a través del interés propio. Una sociedad es un conjunto organizado de seres humanos que comparten una cultura, un sistema de valores y conviven en un territorio determinado, trabajando en función del bienestar general. Esto es porque, en teoría, la riqueza compartida significa prosperidad para todos. Aún cuando es una fórmula idealizada, muchas son las naciones que se esfuerzan por lograr la cohesión de sus integrantes a través de la construcción de idearios compartidos y de un refuerzo constante por consolidar su identidad nacional. En Guatemala, sin embargo, no parece haber preocupación por el bien común. Aquí predomina el interés de pequeños grupos, cuando no se trata de la búsqueda del beneficio a nivel individual. El ejemplo más palpable de esta disociación con el conglomerado social es la indiferencia de la masa –y no digamos de las instancias políticas- ante las dramáticas desigualdades en la repartición de la riqueza. El hecho de que en este país tan rico en recursos la mitad de la población sobreviva bajo la línea de la pobreza no estremece la conciencia de las clases más privilegiadas, cuya pasividad se ampara en la creencia de que la pobreza extrema depende del destino de cada quien. La resistencia a tributar, una de las posturas más recurrentes en los sectores de mayor poder económico, es parte de esta carencia absoluta de concepto de Nación y, por ende, de la ausencia de ciudadanía. En un país donde la inversión pública tiende a concentrarse en proyectos favorables a los grandes terratenientes y a los industriales más poderosos, es imposible que el resto de la población tenga la menor oportunidad de prosperar. Las comunidades indígenas y rurales tienen que conformarse con lo que sobre, si es que sobra algo, para tener acceso a servicios de salud, educación e infraestructura que representan la más vergonzosa evidencia de la corrupción y el racismo. En este esquema desigual colaboran todos quienes han tenido, en algún momento, ingerencia en las decisiones de Estado. Incluso aquellas organizaciones de la sociedad civil que sólo persiguen protagonismo y compiten absurdamente entre sí, en lugar de aunar esfuerzos y luchar por una causa común que es la de la justicia, la igualdad y la búsqueda del bienestar para todos, sin discriminación. En esta incalificable forma de individualismo a ultranza que afecta a los habitantes de este territorio privilegiado, se pierden valiosos esfuerzos, oportunidades y vidas humanas. Las niñas y niños que nos miran desde las páginas de los periódicos y las pantallas del televisor también son guatemaltecos con derechos, tanto o más ciudadanos como quienes los han condenado a muerte.