sábado, 26 de septiembre de 2009

Tierra de guetos

La consigna es no mezclarse, mantenerse apartado tras muros y púas del resto de esa sociedad a la cual no se pertenece. No hay que ser muy avispado para darse cuenta de que la fragmentación social corresponde a una manera extremadamente hábil de conservar el privilegio para unos, y la pobreza, la dependencia y el sometimiento de otros. El problema está en el acostumbramiento a ese marco de referencia que nos hace ver la segregación como algo connatural a esto que se tiende a llamar guatemalidad. Cuando algunas mentes lúcidas reclaman una revolución en el sistema actual –léase ese término como lo que es: “Cambio rápido y profundo en cualquier cosa” (DRAE)- de inmediato se estrechan las filas entre quienes prefieren la comodidad del estatus a los desafíos de un nuevo estilo de vida que no garantice su bienestar a través de una legislación casuística o una cadena de favores políticos. De ahí proceden muchas de las que se podrían catalogar como aberraciones políticas, las cuales han transformado a este país rico y privilegiado en un conjunto de guetos que no se mezclan más que para observar sus mutuas diferencias, aborrecer al destino que los colocó en el mismo territorio y, a partir de ahí, afianzar aún más las divergencias que les impiden comunicarse. El discurso tibio y ampuloso de los grupos de poder económico, que por lo general sólo repite las fórmulas de una corrección política condescendiente y elaborada a su medida, deja muy clara esa conciencia de dominio a niveles territorial, patriarcal e ideológico que se ha ido configurando desde la Colonia como un cepo inhibidor de cualquier expresión de libertad ciudadana. Quizás por esto último existe esa especie de conformismo, ese temor a manifestar públicamente su descontento y ese impulso de fundirse en el gris del anonimato que caracteriza al pequeño segmento de clase media, metido como el jamón del sandwich entre los poquísimos miembros de la alta burguesía y el enorme contingente de seres humanos que sobreviven a fuerza de milagros, trabajo informal mal pagado y carencias de todo tipo. Como apunta muy certeramente Raúl De la Horra en su columna del sábado en ElPeriódico, “Colectivamente como nación, como gobierno y como ciudadanos, todos hemos fracasado ante Dios y ante la Historia al propiciar o no impedir este holocausto. Así que, por favor ¡más vergüenza y menos blablabla!” La identidad nacional ausente durante décadas no se va a reparar por decreto para restaurar un tejido social hecho jirones. Todo lo contrario, es imperioso unir esfuerzos por derribar esos muros y construir una verdadera Nación en donde todos tengan acceso a las oportunidades que brinda una riqueza bien distribuida.

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