domingo, 14 de julio de 2013

Dieta de pobres

La alimentación durante los primeros años de la infancia define el futuro.

Pan duro remojado en agua y rociado con azúcar. Esa fue la cena de Dorotea y sus cinco hijos y, aunque el hambre arreciaba, todos se fueron a dormir con cierto alivio en el estómago. Muchas son las Doroteas obligadas a hacer milagros para engañar a la tripa vacía y cuando surge una oportunidad de conseguir algo más sustancioso que esas calorías sin contenido nutricional, la aprovechan sin siquiera dudarlo. Por eso, quizás, esperan con cierta ilusión las campañas electorales y los programas asistencialistas promovidos por los distintos gobiernos.

Esas niñas y niños bajo la tutela de unos padres sin recursos y, peor aun, si solo dependen de su madre, están destinados a una vida sin oportunidades. Con muy escasas excepciones, quienes hayan tenido una niñez carente de la nutrición adecuada y los elementos indispensables para el desarrollo cerebral y físico, difícilmente se convertirán en personas activas e intelectualmente aptas en su vida adulta.

Cuando se extrapolan las cifras conocidas de hambre y desnutrición crónica a los pronósticos de crecimiento económico y desarrollo social, el resultado nos regresa a una realidad precaria y llena de obstáculos, condicionada por las bases endebles de una fuerza de trabajo insuficiente para atender con cierto éxito los desafíos de la tecnología y las nuevas condiciones de los mercados.

La dieta pobre de esa gran cantidad de niñas y niños nacidos en un ambiente tan desfavorable los coloca en una enorme desventaja frente a las inclemencias del clima, la falta de sistemas sanitarios y las condiciones precarias de subsistencia, por lo cual son víctimas propicias para toda clase de enfermedades. Dorotea, la madre de los cinco menores alimentados a pan y agua, a pesar de trabajar desde la madrugada lavando ropa y cuidando a niños ajenos, tampoco tiene cómo comprar medicinas.

No los vemos, pero estamos constantemente rodeados de personas tan necesitadas como Dorotea. Lo que sucede es que jamás preguntamos cómo les va, si les alcanza el salario, si tienen deudas o si comieron un bocado la noche anterior. Es una especie de protocolo –dicen que preguntar es de mala educación- pero en realidad es la mejor manera de no saber para evitar involucrarse emocionalmente en una situación que no sabemos cómo enfrentar.

La perspectiva distorsionada que nos hace segmentar a la población en grandes bloques: los ricos, los asalariados y los pobres de pobreza absoluta, nos ha ido transformando por dentro hasta aceptar esa estructura como el orden natural de las cosas, sin cuestionar los motivos de las inequidades profundas que nos rodean. Pero los hijos de Dorotea no tienen por qué pasar hambre ni es justo que deban faltar a la escuela por enfermedades fácilmente prevenibles con un poco de esfuerzo: mejores condiciones sanitarias, mejor alimentación.

En el campo de la nutrición, la constancia es fundamental. Los esfuerzos esporádicos y las iniciativas interrumpidas terminan siendo meros paliativos para una carencia estructural cuyas raíces están profundamente hincadas en una historia de desigualdad e injusticia. Por ahí hay que comenzar.
(Publicado el 27/04/2013)

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