domingo, 14 de julio de 2013

Jennifer

Me cuesta imaginar el nivel de crueldad de quien la asesinó a golpes.

Imaginemos que esto es un duelo, una prueba de fuerza y poder. De un lado, una mujer manipuladora y violenta, cinta negra de karate, ducha en el arte de burlar a las autoridades. A su lado, una Procuraduría General de la Nación y un Ministerio Público débiles e inefectivos, con baja capacidad de investigación pero sobre todo indiferentes ante las denuncias.

Del otro lado, Jennifer. Una pequeña de apenas 3 años y algunos meses (a esta edad los meses todavía cuentan), condenada -por las leyes vigentes y por quienes tienen la obligación de protegerla- a una vida de pesadilla, tortura y miedo constantes. A su lado su padre, quien luchó sin descanso para salvar a su hija de ese tormento. Sin embargo este hombre fue incapaz de derribar los prejuicios sexistas y los obstáculos legales de un sistema institucional que prefiere remitirse a los textos para no verse en la ardua tarea de investigar los casos.

Esta no es una guerra entre sexos. Es un llamado de atención que llegó tarde para Jennifer, quien falleció de una manera imposible de imaginar para cualquier ser humano normal y decente. Los reportes forenses mencionan 83 golpes en vida. Golpes tan certeros y devastadores que destrozaron su pequeño cuerpo hasta quitarle el último aliento. Pero eso no bastó para descargar la rabia de su madre. Faltaban aun medio centenar de patadas y puñetazos para asegurarse de que esa criatura nunca volviera a entorpecer su miserable existencia.

A mí me cuesta imaginarlo y cuando lo intento me estrello contra la imposibilidad de comprender tanta crueldad. Veo la foto de Jennifer y pienso en todas esas niñas y niños bajo la custodia de una persona incapaz de dominar sus frustraciones, incapaz de aceptar el hecho de que la niñez merece respeto y protección más allá de cualquier otra consideración. Hombres y mujeres a quienes jamás se les debería confiar la custodia de otro ser humano.

Pero sobre todo me resulta repugnante la pasividad del Estado. Instituciones como la PGN, el MP y la PDH que se terminan lavando las manos y mirando hacia otro punto cardinal para no meterse en líos burocráticos. ¿Cómo es posible que el Procurador General de la Nación todavía esté en su puesto? ¿Acaso no es él el garante de la protección de la niñez guatemalteca? ¿Cree, acaso, que con despedir a un par de empleadas negligentes queda a salvo de pagar por esta falta mortal de responsabilidad?

Fácil resulta cortar la pita por su punto más delgado, pero hay un factor que no han tomado en cuenta. Jennifer no era solo una. Hay miles de pequeñas Jennifer y Luisitos por ahí, bajo la custodia de seres irresponsables y cuya vida es preciso proteger del abuso sexual, de las golpizas y de los arrebatos irracionales de sus madres y padres.

El Organismo Judicial tampoco ha actuado con justicia. La indemnización concedida al padre de Jennifer es ridícula, es una ofensa que no compensa el dolor y la frustración de ese padre, quien debió ver desde la distancia cómo la madre de Jennifer asesinaba a su pequeño tesoro. Y quien debe pagarla es el Estado por no haber actuado.

Algo tiene que cambiar y es el momento de comenzar ese tardío examen de conciencia.
(Publicado el 25/02/2013)

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