sábado, 8 de agosto de 2009

Un país inhóspito

La fragilidad del ser humano lo expone constantemente a la pérdida de sus capacidades físicas o intelectuales. En el proceso de aprendizaje de niñas, niños y jóvenes, sobresale la carencia absoluta de información y experimentación respecto a las limitaciones físicas o intelectuales a las cuales todos estamos expuestos. No digamos la injustificable ausencia de facilidades para personas discapacitadas en la infraestructura de los centros urbanos con sus colonias residenciales, condominios, edificios públicos y privados, calles y transporte público diseñados y construídos de tal manera, que en ellos una persona con problemas de movilidad o incapacidad visual enfrenta un medio absolutamente hostil. Esta falta de empatía hacia las personas con limitaciones físicas parece una reacción de rechazo a la posibilidad de que algo así le suceda a uno mismo. Sin embargo, vivimos en un país cuyas características nos colocan a diario en situación de riesgo extremo de sufrir lesiones incapacitantes. Para ello, basta con cuantificar las consecuencias de los accidentes viales, la mayoría de ellos provocados por la circulación de vehículos en condiciones de alto riesgo y la falta de controles en la capacitación de los pilotos, tanto en el transporte personal como en el colectivo. Cualquier día, en cualquier lugar, podemos sufrir un asalto a mano armada que nos deje parapléjicos o con alguna lesión incapacitante que implique un cambio total de nuestra forma de vida. Por supuesto, la posibilidad nos es ajena hasta cuando enfrentamos la realidad de sus implicaciones. Sin embargo, esa cierta conciencia de la amenaza presente en nuestro medio no es suficiente para volvernos solidarios ante el calvario de quienes ya se encuentran en una situación de desventaja y deben lidiar a diario con severos obstáculos en cada momento de su vida. El aparato gubernamental ha resultado ciego y sordo a las demandas de organizaciones dedicadas a defender los derechos de las personas con limitaciones físicas. Se ha planteado en infinidad de ocasiones la necesidad de adecuar aceras, semáforos, acceso a edificios y al transporte público a los requerimientos de quienes usan sillas de ruedas, muletas o perros lazarillos. A pesar de ello, las municipalidades parecen no comprender que existe un derecho de la ciudadanía a tener un ambiente urbano amigable con las capacidades humanas, incluidos quienes sufren limitaciones por problemas congénitos, accidentes o lesiones. Este tema no debe seguir pospuesto con excusas económicas, porque en un país con los niveles de violencia y anarquía que imperan en Guatemala, estamos todos expuestos a experimentar la pérdida de alguna capacidad física y nadie merece ser discriminado en su propio país ni volverse un recluso de por vida, por no contar con el apoyo mínimo que merece su condición.

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