sábado, 8 de agosto de 2009

Honduras

El olor a pólvora provoca pesadillas en quienes experimentaron la represión militar en carne propia y también en quienes la conocen sólo de oídas. Casi puedo oir el razonamiento: “Nosotros seremos quienes demos legitimidad al relevo de poder, porque somos los representantes del pueblo y los garantes de la institucionalidad”. Con esa lógica ramplona de los políticos latinoamericanos acostumbrados a hacer de su túnica un sayal y del poder un instrumento de usos varios, el Congreso hondureño en pleno declaró la victoria de un rompimiento del estado de derecho el cual, de romplón y sin paliativos, trasladó a Honduras a un pasado de violencia que parecía superado. Por supuesto, los representantes de la asambles legislativa hondureña nunca imaginaron el poder de la diplomacia ni la fuerza del miedo al retroceso. Asumieron, sin más, que al coronar al sucesor de entre los funcionarios civiles, el acento militarista iba a pasar a segundo plano. No contaban con la globalización de las comunicaciones que colocaron en primera plana del mundo entero las imágenes de sus fuerzas armadas agrediendo a la población en resistencia. Como todo golpe de Estado, éste también tiene sus aliados internos y, como toda asonada fascista, el apoyo viene desde la extrema derecha dueña del poder económico, lo cual lo convierte en un movimiento peligroso no sólo para la democracia hondureña sino también para los países fronterizos cuyas características similares desde muchos puntos de vista resultan amenazantes para la estabilidad de toda la región. El hecho de que Mel Zelaya haya cometido la imprudencia de presionar más allá de lo razonable con sus pretensiones de ser reelecto, no justifica la decisión de enviar a un pelotón de soldados a echar abajo la puerta de su residencia, sacarlo de su cama a punta de ametralladora y enviarlo al exilio. Esta acción únicamente demuestra la total estupidez de la clase política hondureña que apañó semejante despropósito. La comunidad internacional no tardó ni cinco minutos en ponerse en sintonía para condenar la asonada, consciente de que una sola voz discordante pondría en peligro no sólo la deseada estabilidad democrática en América Latina, sino también la delicada trama financiera, comercial y diplomática cuyas bases se asientan en el apoyo a la institucionalidad y al respeto por los derechos humanos. La saga hondureña le ha puesto los pelos de punta a sus vecinos inmediatos. El olor de la pólvora remueve imágenes truculentas de un pasado demasiado sangriento como para que merezca olvido. Los ejércitos de la región son, con mucho, la peor de las instituciones en lo que respecta a corrupción y abuso de autoridad y nadie quiere verlos paseándose por los pasillos de los palacios presidenciales, no importa cuántos errores cometan los civiles en el poder.

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