miércoles, 18 de septiembre de 2013

María Alejandra

Una niña como muchas, con ilusiones y una vida por delante.

María Alejandra Oseyda Vásquez era una niña a quien usted, probablemente, nunca conoció. Yo tampoco. Era una niña dedicada a las actividades normales de una pre adolescente de 10 años. Asistía a clases y sacaba las mejores notas. Eso cuentan sus parientes más cercanos. Tenía sueños, proyectos y aspiraciones y los compartía con sus amigas, como toda niña de su edad.

Pero todo eso quedó en el pasado al ser interceptada cuando se dirigía a clases. No se sabe si fue uno o varios hombres quienes la secuestraron, violaron y después de profanar su pequeño cuerpo la estrangularon para que nunca pudiera delatarlos. Ellos acabaron con esos sueños, proyectos y aspiraciones como probablemente han acabado con los de otras niñas parecidas a María Alejandra.

Arrojada a una zanja y vistiendo aun el uniforme de la Escuela Rural Mixta Miguel Ángel Asturias, esta niña fue víctima de un sistema corrupto, pero también de la profunda crisis de valores instalada en esta sociedad como una enfermedad terminal.

La tragedia de este país es que así como María Alejandra, hay muchas niñas y niños capturados por criminales y torturados hasta la muerte. Y no hemos sido capaces de protegerlos. Los esfuerzos de las organizaciones de la sociedad civil son ineficaces ante la realidad de una criminalidad impune y descarada. No solo contra niñas y niños, también contra mujeres y hombres cuyo único delito es vivir en un país donde no tienen protección alguna.

A diario se publican los reportes de niñas y adolescentes vendidas como carne de matadero para ser usadas en prostíbulos por las poderosas redes de trata. Lo paradójico es el desconocimiento de la población sobre esta realidad abrumadora del comercio más perverso que existe. Es como si los casos particulares de secuestro o desaparición de niñas y niños fueran acontecimientos aislados en la mente del público, cuando en realidad lo más seguro es que pertenezcan a un esquema estructurado de este tráfico infame.

El episodio de María Alejandra se repite en todo el territorio. Eso sucede porque una niña violada es una niña silenciada. En la mayoría de estos casos de violación, los perpetradores son personas de confianza de la familia o integrantes del mismo círculo familiar y aunque no todos terminan con un asesinato, todos ellos acaban con las ilusiones y esperanzas de una niña inocente.

Lo más fácil es culpar a los padres, con énfasis particular en la madre: “no cumplió con su deber”, “no la protegió lo suficiente”, “mejor la hubiera dado en adopción”, son los comentarios que surgen como por reacción automática. Sin embargo, el estado de violencia e inseguridad en el cual vive la ciudadanía no es culpa de las madres ni de los padres de manera individual, es responsabilidad de toda una comunidad humana incapaz de responder a este inmenso desafío de una pérdida de valores convertida en sistema de vida.

La muerte de María Alejandra, como la de muchas otras víctimas inocentes, debe servir para reaccionar ante este estado de cosas. Si la ciudadanía permite que quede impune, será equivalente a asesinarla y volverla asesinar.

(Publicada el 22/07/2013)

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