domingo, 8 de septiembre de 2013

IV


“Rosina, tienes una piel de alabastro”, le había susurrado Jorge mientras acariciaba sus muslos. Era cierto, aunque Rosina no era una belleza clásica, sus grandes ojos oscuros medio hundidos, las cejas espesas y esa blancura perlada de la piel siempre le habían valido lisonjas. Esa tarde estaba más hermosa que nunca, se había deslizado a la habitación de su madre para robarle un poco de colorete y bálsamo para los labios. Quería impresionar.
El cuartito de costura tenía una claraboya. Por ahí entraba un rayo de luz que daba al ambiente una atmósfera casi azul de tan tenue y daba un brillo espectral a su pecho desnudo. Las manos de su amante eran diestras y cada uno de sus gestos le provocaba un arrebato de placer. “Te amo”, le había dicho un momento antes pero ella no pudo responder. Estaba aterrorizada por las consecuencias de este desvarío y sabía bien que no tenía futuro. Había gozado de este amor fugaz con un constante sentimiento de culpa y el pánico de ser descubierta, pero eso también le había dado una emoción inusual a todos sus encuentros. Esta vez había decidido arriesgarse a pesar de la presencia inevitable de su hermana en la cocina, apenas al otro lado de la pared.
Jorge comenzó a hurgar en su intimidad con esa delicadeza que la había enloquecido más de una vez y poco a poco Rosina fue dejándose llevar por el deseo. Húmeda y anhelante cedió complaciente a la frenética búsqueda de un éxtasis que la dejó exhausta y temblorosa, con ese resplandor indescriptible de las mujeres amadas.
Sobre su pecho, el relicario de plata parecía un pedazo de luna.

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