sábado, 21 de septiembre de 2013

El gen del conformismo

Adjudicar a otros las responsabilidades propias es un síndrome generalizado.

Una de las virtudes de las redes sociales es su calidad de espejo de la sociedad. Allí se puede apreciar con bastante nitidez la manera de ver la vida, el comportamiento social, los mecanismos de evasión y aquellos rasgos característicos que marcan a una cultura determinada.

A través de los meses, me ha resultado fascinante comprobar la facilidad con la cual la mayoría echa sobre los hombros de Dios el pesado fardo de proteger a la niñez, combatir la corrupción, reducir la violencia, colocar en el mando a un buen y honesto gobernante, reducir el costo de la vida, resguardar el patrimonio natural, evitar el contrabando y combatir el narcotráfico. Para todo es bueno y todo se espera de su infinito poder, siempre y cuando no sea la ciudadanía la que tenga que involucrarse en tan complicadas tareas.

Es y ha sido el mensaje más recurrente recibido en los muros de facebook, por ejemplo, al compartir notas sobre asesinatos de personas inocentes cuyo único pecado para alcanzar tan lamentable final ha sido el simple hecho de existir, excusa suficiente para que un perverso asesino les quite la vida con un par de balazos.

Este afán de endilgarle semejante paquete de obligaciones parece haberse infiltrado en el imaginario social con la persistencia y profundidad de un gen. Tanto como el color del cabello o la complexión física, la convicción de que Dios va a resolver todo sin que uno tenga que mover un dedo, parecen ser rasgos indeleblemente impresos en lo profundo del ADN.

Creo firmemente que una cosa es la fé y otra muy distinta el cumplimiento de las responsabilidades que vienen implícitas en el ejercicio de la ciudadanía. Una sociedad no se mueve únicamente por la fuerza de las creencias religiosas. De hecho, su motor es la participación ciudadana en todos los aspectos de la vida en comunidad. Por ello, encomendarse a Dios puede ser muy positivo siempre y cuando no sea el único acto dirigido a cambiar un estado de cosas torcido y lleno de fallas estructurales.

Esta especie de conformismo congénito tiene una variante peligrosa, y es la negación absoluta de que el ser humano también tiene el poder de alterar la ruta de su propio destino, siempre y cuando actúe en esa dirección. De creer más en la humanidad y en su capacidad de adaptación al cambio, en su talento para romper estructuras y crear otras más aptas para las necesidades de la sociedad, no habría tanto estancamiento como el que se percibe actualmente.

La consigna para alcanzar objetivos comunes es involucrarse y participar. Actuar con decisión para exigir resultados, hacer más eficiente la gestión del Estado, controlar el gasto de los fondos -cuyo origen es el trabajo de cada ciudadano-, denunciar la corrupción y comprometerse a no alimentarla, son pasos aparentemente insignificantes pero de enorme impacto si todos van en la misma dirección.

Encomendarse a Dios es algo positivo, siempre y cuando no se utilice como un refugio contra la realidad. Las doctrinas religiosas también enseñan a servir, a compartir y a comprometerse en una labor común para lograr todo aquello que engrandece a las naciones.

(Publicado el 21/09/2013)

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