miércoles, 18 de septiembre de 2013

Emociones al extremo

Vivir al borde del abismo no es la mejor perspectiva.

Una de las características más distintivas de los tiempos modernos –y me refiero también al siglo pasado- es la búsqueda de emociones extremas. Ya sea a bordo de un bólido o montado en la montaña rusa, la adrenalina parece haberse convertido en la sustancia adictiva de mayor popularidad en el mundo entero. La segunda, ya sabemos, es ilegal.

Vivir en constante aceleración resulta, para muchos, una forma de vida. Es una práctica que transforma el estrés más elevado en un estado indispensable para mantener un ritmo de actividad capaz de satisfacer un estilo de vida lleno de cargas innecesarias, inventadas por un sistema de gratificaciones basado en el dinero y mercadeado gracias a un concepto bastante torcido de lo que significa el éxito.

En esa carrera frenética en pos de un sitio en el mapa económico, las personas olvidan sus auténticos objetivos y, sobre todo, cuál es su misión. Soy una convencida de que todos tenemos una y también de que la mayoría de nosotros no le dedicamos ni siquiera un breve pensamiento. La esencia misma de nuestra existencia, por lo tanto, se ha relegado a un lugar marginal, mucho más atrás que la consecución de ciertos objetivos banales y prescindibles, como es alcanzar un buen estatus social como resultado de una chequera abundante.

¿Cuánta energía dedicamos a formarnos –proceso que tiene un principio pero no un final- y cuánta a fabricarnos una imagen con el único objetivo de ser aceptados y quedar bien con los demás? ¿Cuánto tiempo dedican los padres a comunicarse con sus hijos en una relación de mutuo respeto, con el único propósito de conocer sus pensamientos y guiarlos en un marco de valores? ¿Cuánto conocemos a quienes nos rodean?

En los últimos días he intentado saber un poco más sobre la vida de personas a quienes no conozco, nunca encontré y con quienes no sé si me hubiera relacionado. Pero con las cuales compartí el espacio urbano y quizás pasaron alguna vez por mi lado. La diferencia es que a ellas las asesinaron y a mí todavía no. Y sus nombres pasaron por una rotativa y un noticiario radial o televisivo como miles de nombres de víctimas de la violencia, a los cuales no les prestamos mayor atención precisamente porque su condición de víctimas les quitó toda cercanía.

He leído muchos comentarios en las redes sociales durante estos meses y da la impresión de que la ciudadanía sufre una sobredosis de adrenalina. Huye del dolor, cierra los ojos a la miseria y los vuelve hacia su propio entorno, aunque en éste la violencia también sea un elemento cotidiano. Sin embargo, con ese gesto deja de constituir una comunidad, se aisla y renuncia a un espacio que le pertenece por derecho.

Y luego, cuando sale de su hogar a enfrentar la calle, esa rutina que antes fue normal y agradable significa algo muy distinto: sobresaltarse con cada moto que se acerca, evadir a los conductores agresivos y prepotentes, escudriñar detrás de ese vidrio negro por si viene un individuo armado hasta los dientes, experimentando en cada esquina esa descarga de adrenalina de los juegos de la infancia, pero con el miedo y la inseguridad como nuevos compañeros de ruta.

(Publicada el 29/07/2013)

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