domingo, 8 de septiembre de 2013

Ángela

El agua corría sin ruido. Ángela metió los dedos en el remolino grasiento y dejó que fluyera hacia el agujero negro de la reposadera. Hacía calor. El sudor le corría por la espalda sin que hiciera nada por evitarlo.

Escuchó desde la cocina el portazo y supo que había llegado. No tenía que imaginar mucho para saber de su ceño fruncido y ese gesto de desgano que supuestamente era parte de su carácter, pero en realidad reflejaba un profundo aburrimiento y un rechazo visceral a este compromiso de por vida que le llegó como castigo, una tarde que se sentía particularmente solo y sin nada qué hacer.

La gota de sudor resbaló por encima de su nariz afilada y con una blandura transparente fue a hundirse en el agua jabonosa. El calor la martirizaba y no ayudaba para nada en su estado de ánimo ambivalente, por eso trataba de imaginarse en una piscina de agua fresca y un largo gin and tonic, como tratando de espantar la imposibilidad de escapar a este horno de barrio pobre donde había venido a parar su vida mediocre y sin futuro.

En los cinco años que llevaban juntos se fue haciendo evidente entre los dos un extraño desapego sin origen definido. Ángela casi podría marcar las fechas cuando los gestos habían desaparecido. Primero, los abrazos espontáneos, luego los besos profundos, ésos que la dejaban trémula deseando más. Mucho después había venido el silencio y las frases sueltas que trataban de justificar el precario vínculo que aún insistían en llamar relación. Que hubo cambios en la oficina, que Fulano había ganado la plaza de gerente, que me siento agotada por la ida al mercado o que casi me roban el bolso en el camino de regreso. Naderías intercambiadas con plena conciencia del vacío que se había instalado entre ellos.

Al secarse las manos, pensó en cómo había cambiado su vida, pero desechó la idea por inútil. Ya no había nada que hacer al respecto. Se acercó silenciosamente al cuartito que hacía de recibidor y contempló la chaqueta colgada en una silla –“¡cómo odio esa manera de arruinar el poco atractivo de este hoyo inmundo!”- y aspiró la estela de humo que flotaba en el ambiente. “Debería dejar esa porquería”, pensó para sus adentros, sintiéndose aún más impotente.

Cinco años atrás, Ángela era una mujer joven y atractiva, entusiasmada hasta el deliro por una incipiente carrera literaria que, estaba convencida, la llevaría a la cumbre. Aún no sabía a qué cumbre, pero eso era lo de menos. Se rodeaba de gente interesante, asistía a conferencias y reuniones literarias, se sentía interiormente viva y exteriormente interesante, porque muchas veces se lo habían dicho, medio en serio y medio en broma, en medio de alguna discusión sobre la poesía moderna.

Había sido una de esas tardes, tomando el té con sus amigos de la universidad, en una vieja cafetería que se puso de moda por algún esnobismo ya olvidado, donde lo vio por primera vez. No es que le llamara tanto la atención, pero poco a poco se fue acostumbrando a sus frases breves y a sus silencios rolongados y comenzó a sentirse atraída por este hombre pálido que parecía sacado de otra época, una aún más decadente.

Al principio sus salidas eran esporádicas, pero pronto se fueron convirtiendo en una necesidad perentoria, en una exigencia vital. Se casaron sin mayor pompa una mañana de invierno. “Todavía recuerdo el frío y la lluvia sobre mi vestido verde musgo. Estaba tan feliz que hasta me pareció romántico cuando el taxi nos dejó en medio de un charco.”

Durante los primeros meses, se convenció a sí misma de que todo marchaba a la perfección. Había vivido con la certeza de que tenía un lugar en el mundo y su realización residía en seguir el camino marcado por sus sueños. “Si no escribo, muero”, había sentenciado con arrogancia años antes.

Los problemas comenzaron cuando él decidió mudarse a la provincia, porque la compañía lo destinaba a una de sus sucursales. No iba a ganar más, pero seguramente gastarían menos. No había cafés de moda ni necesidad de vestir elegante para salir en las tardes. Tampoco era probable que asistieran a conferencias o a conciertos en ese agujero rebosante de tedio en medio de plantaciones de maíz. Así es que después de dejarse convencer de que la mudanza era “por un tiempo corto, lo suficiente para ahorrar y garantizar nuestra independencia”, aceptó su destino con la secreta convicción de que a lo mejor la tranquilidad del campo le vendría bien a su inspiración. Después de todo podía ser ésta una señal del destino.

Descubrió su error el día que le habló de sus obligaciones. Hasta entonces, nada la había hecho suponer que se había casado con un hombre profundamente convencido de que la vida de ambos dependería de sus decisiones inapelables. Para Ángela fue como descender de la nube de la igualdad, esa fantasía de su vida urbana de estudiante y aprendiz de intelectual, para caer en una especie de prisión voluntaria en la que ella misma se había atado las cadenas.

Comenzó a vislumbrar la realidad a los pocos meses de haberse instalado en uno de los barrios obreros que habían surgido en la periferia del pueblo, producto del desarrollo la industria de la maquila en algunas provincias que presentaban serias crisis de desempleo. Se dio cuenta de que había entrado de lleno en un mundo regido por los prejuicios, los estereotipos sexistas y la absoluta carencia de perspectiva, según la cual a ella le correspondía el papel de fuerza de trabajo doméstico y donde su marido tenía por derecho ancestral el privilegio de dar las órdenes y ser obedecido.

Al principio fue más bien sutil, pero a medida que pasaban los meses perdió por completo el territorio natural de sus primeros años, cuando compartían hasta la más insignificante de las tareas. El primer grito –por algo que ni siquiera recordaba- le disparó la alarma una mañana de domingo. Conocía la sensación. Ese nudo en la boca del estómago que corta la respiración, el pecho oprimido por una sensación de miedo irracional, la certeza de que todo había cambiado.
(continuará)

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