sábado, 14 de noviembre de 2009

La palabra prohibida

Las políticas públicas en salud sexual y reproductiva constituyen un instrumento de avance social y un reconocimiento de los derechos humanos.

La práctica inhumana de la ablación del clítoris en las niñas musulmanas es un aunto de fe. También lo es en algunas religiones la prohibición de recibir asistencia médica o sangre transfundida porque para ciertas doctrinas el destino de cada persona ha sido determinado por un ser superior y es preciso acatar su disposición con humildad y total subordinación.

Algo parecido sucede cuando se aborda el tema del aborto, cuyas connotaciones abarcan desde la discusión puramente política y conservadora que niega a la mujer el derecho a disponer de su propio cuerpo, criminalizando cualquier intento de poner término a la vida de un feto –con las consiguientes repercusiones legales, morales, éticas y sociológicas- hasta el hecho incontestable de que la práctica masiva de abortos clandestinos se debe en gran parte a la influencia religiosa en los asuntos de Estado, como por ejemplo su interferencia en las políticas públicas sobre salud sexual y reproductiva.

América Latina es uno de los continentes –después de Africa- en donde el tema del aborto clandestino está oculto, acallado y prohibido, pero siempre presente. En nuestro continente se practican alrededor de 4 millones de abortos clandestinos al año y la cifra de mujeres muertas por esta causa sobrepasa las 4 mil en el mismo período. Aún así, las exigencias de la fe impiden la divulgación masiva de información sobre métodos anticonceptivos que podrían reducir esta masacre, basadas en principios que las propias instituciones eclesiásticas tienden a suavizar cuando se trata de casos que les tocan de cerca, como la violación de monjas o situaciones similares en familias pudientes muy cercanas a los grupos de poder.

El aborto, esa palabreja tan repugnante para los fundamentalistas religiosos que niegan ese y toda clase de derechos a la mujer por el sólo hecho de serlo, es una realidad palpable, constante y en perpetuo crecimiento. La fe por sí sola nunca será suficiente razón para que una niña dé a luz a un ser producto de un incesto o una violación. Tampoco para que una mujer arriesgue su propia vida por una criatura inviable o cuya supervivencia esté marcada por el sufrimiento.

El tema en sí constituye tal afrenta para ciertas personas que no vacilarán en manifestarme su repudio con un solo argumento: que nadie tiene derecho sobre la vida de otro. Sin embargo, son esos mismos apóstoles de la vida quienes condenan a muerte a miles de niñas, adolescentes y mujeres adultas negándoles una adecuada educación sexual, influyendo en las legislaturas para frenar todo avance en el respeto a los derechos de esta mayoría de la población y criminalizando toda iniciativa tendente a reducir las grandes injusticias sociales, en una condena irracional que ninguna doctrina puede justificar.

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