domingo, 11 de enero de 2009

La mirada ajena

Tragedias como los ataques de Israel en la franja de Gaza toman un lugar pioritario en la atención pública, desplazando lo que nos toca de cerca. La indignación por la agresión que sufre el pueblo palestino es una reacción legítima que sacude a millones de ciudadanos en el mundo entero. Marchas de protesta se multiplican y marcan una actitud cívica en contra de las muertes de civiles provocadas por uno de los ejércitos más poderosos del planeta, cuyas acciones tienen el respaldo implícito de casi todos los Estados que conforman el primer mundo. El protocolo de la guerra –si es que existe tal monstruosidad jurídica- ha sido violado consistentemente por las naciones poderosas. Los tratados internacionales referentes a la protección de la población civil, el respeto a instituciones como la Cruz Roja o las brigadas de la ONU, así como el trato a los prisioneros de guerra, ya nada significan a la hora de atacar un objetivo o borrar del mapa a un adversario, al cual previamente se ha calificado de terrorista. Además, el poder se manifiesta en el control de la comunicación en todos los niveles, desde la propiedad de algunas importantes cadenas de noticias hasta la influencia económica en los consorcios mediáticos y, por supuesto, las campañas a través de la red diplomática. Razones para una guerra siempre abundan, sobre todo cuando están en juego la integridad territorial, el control de los recursos naturales y las supremacías militar, política y religiosa. El problema es que se utiliza como instrumento de presión el ataque indiscriminado contra civiles atrapados en medio del fuego y la destrucción de la infraestructura sin discriminación: el fuego cae certeramente sobre convoyes de ayuda humanitaria, escuelas, hospitales y áreas residenciales. Los argumentos que esgrimen los agresores, en este caso Israel, se basan fundamentalmente en la necesidad de detener los ataques del grupo Hamas, al cual se atribuyen la mayoría de los actos de terrorismo más sangrientos que ha sufrido el pueblo israelí. Sin embargo, se borra la sutil frontera entre lo que se podría calificar como acciones preventivas o de defensa y puro terrorismo de Estado, cuando la mayoría de las víctimas son niños, mujeres y otros civiles indefensos sobre cuyos refugios y hogares cae todo el poder bélico de sus poderosos vecinos. No hay, entonces, argumento válido capaz de justificar semejante carnicería. Tampoco lo hay para arrogarse el derecho de impedir el acceso a instituciones de ayuda y a la prensa internacional, a un territorio que ni siquiera les pertenece. Todo eso lleva a especulaciones y conjeturas que en nada favorecen sus esfuerzos por legitimar esta guerra y respaldar las afirmaciones de su gobierno en su campaña mediática.

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