sábado, 24 de noviembre de 2007

La costumbre de morir

Mañana será el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, creado con la intención de detener este flagelo mundial. Así es la costumbre. El marido que te golpea hasta hartarse, porque de otro modo no aprenderás nunca. Después de la paliza más te vale componerte y sonreír, balbucear que aquí no ha pasado nada, que estás bien y contenta mientras le preparas la comida y soportas sus insinuaciones de repetir la dosis si te muestras resentida. Como es la costumbre, las leyes no te protegen. ¿De qué, si al final de cuentas así ha sido desde que el mundo es mundo? El problema es que los hematomas constantes, las fracturas en las costillas y las patadas en el vientre ya te han dejado secuelas que te aguantas porque no te deja ir al hospital para no correr riesgos. Un día al susodicho se le pasó la mano y te lanzó contra la pila. Te rajaste el cráneo pero no te diste ni cuenta. Ya estabas muerta. Como nadie llamó a la policía, mejor te fueron a tirar a un terreno baldío para evitar los escándalos. Ahora eres XX en La Verbena. Como es la costumbre, ni siquiera hubo investigación. “No hay denuncia y a lo mejor la mujer se escapó”, le dijeron en la comisaría a la única vecina valiente –porque además era tu amiga- quien fue a dar aviso de tu desaparición a pesar del miedo. Y jamás regresaste, por supuesto, ni se supo de tu entierro de oficio. Es la costumbre. Tu mamá te lo explicó muy claramente antes de casarte: “obedece en todo como una buena esposa y no tendrás problemas”. Pero tuviste la pésima idea de querer ser diferente y terminar tus estudios de la universidad para conseguir un buen trabajo. Ingenua de ti, hasta lo decía el Código Civil, niña terca, no puedes trabajar a menos que tu esposo lo autorice. ¿Ya ves? Ahora no podrás trabajar ni estudiar y ni siquiera ver crecer a tus hijos porque tu propietario, según las leyes de la República y de la costumbre, te mató. En qué momento cambiaron las cosas, ni siquiera lo recuerdas. Fue antes de la boda cuando te pegó una cachetada fenomenal por alguna razón insignificante. Celos, quizás, o probablemente la necesidad de demostrarte quién manda. El dolor y la humillación fueron tan violentos que no protestaste. Hoy hablan de tus derechos, pero ya no estás ahí para escuchar el discurso. De todos modos, ni siquiera han investigado tu muerte porque no parece importarle ni a la sociedad ni a las autoridades. La primera, por no exigirlo y la segunda por desentenderse de tu muerte y de todas las demás. Después de todo consuélate pensando allí donde te desintegras, que eres una entre 3 mil desde que doblamos la página del milenio.

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