sábado, 8 de septiembre de 2012

Siete días

Estamos mal cuando vemos lo inconcebible como normal.

El titular de elPeriódico consignaba la noticia positiva del día: “La ciudad capital registró siete días sin homicidios durante agosto” y, más abajo, inserto, un medidor de homicidios con una gráfica ilustrativa de cuántas muertes violentas se producen a diario en el país. Agosto aparece como el mes menos violento con “solo” 494 asesinatos.
Esa es la realidad. La noticia positiva es el récord de toda una semana ¡7 días! sin un solo asesinato en la capital. Insólito, extraordinario, algo que merece pasar a los anales de la iniquidad. Un dato que nos arroja en el rostro lo pervertido de nuestra percepción de lo bueno y lo malo, nuestro acomodo al salvajismo en donde estamos inmersos cual círculo dantesco, entre victimarios y víctimas, en un eterno castigo.
Solo cabe preguntarse ¿cuándo me tocará a mí entrar en las estadísticas? ¿será mi asesinato merecedor de una investigación? ¿mi expediente quedará rezagado en los despachos del Ministerio Público o en alguno de los juzgados, entre otros miles de papeles polvorientos y olvidados?
No es simple conjetura, es la verdad real y concreta para muchos hombres y mujeres cuya muerte violenta pasó inadvertida en los medios de comunicación porque no era relevante, porque las páginas ya no pueden destinar tanto espacio a la tragedia, porque la rutina dejó de ser noticia.
Mientras tanto y a pesar de que la capacidad del Ministerio Público se ha visto afectada por un presupuesto extremadamente limitado para reducir el déficit en su capacidad de investigación, la burocracia ha obligado a la institución a pagar más de Q5 millones en los últimos 18 meses en salarios a trabajadores que fueron despedidos por distintos motivos, la mayoría por negligencia en su desempeño.
Las decisiones políticas van en sentido contrario a toda lógica. Se contraponen no solo al más elemental sentido común –como la de engavetar la ley anticorrupción en un país altamente vulnerable a ese flagelo- sino además constituyen un atentado contra la estabilidad democrática, al privar a la población de recursos esenciales para combatir al crimen y garantizar un nivel de seguridad básico a la ciudadanía.
No parece inminente que el país recobre algún nivel de estabilidad gracias a la prórroga del mandato de la Cicig. De hecho, esa entidad no ha cambiado significativamente el cuadro de inseguridad nacional y las organizaciones criminales no han visto reducido su poder de maniobra durante los últimos años. Lo que se requiere, más que una intervención de la ONU en ese ámbito de la política interna, es un auténtico compromiso de nación para dirigir los esfuerzos de manera coordinada y estricta hacia el cumplimiento de los Objetivos del Milenio, cuya esencia es el desarrollo social con sentido humano.
Es una realidad que las nuevas generaciones son las más afectadas por la violencia y eso requiere planteamientos mucho más radicales en políticas públicas destinadas a educación, salud, vivienda y alimentación. Hasta entonces, el país deberá conformarse con el dudoso éxito de vivir una semana sin homicidios en la capital, afirmación que a decir verdad, también parece esconder un subregistro.

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