lunes, 10 de noviembre de 2008

San Juan La Laguna

Ayer regresamos del lago. Pero empecemos por el principio. La visita de una sobrina nos sirvió de pretexto para hacer una salida de esas que jamás hacemos Craig y yo. Quizás por miedo a andar en carreteras llenas de pilotos homicidas (o suicidas, depende del punto de vista), malos caminos, asaltantes y todo eso, es muy raro que nos aventuremos a viajar por el país. Pero este fin de semana lo hicimos y decidimos -sin mucho análisis- escoger un hotel ecológico en San Juan La Laguna. Hotel ecológico supone una edificación rústica, nada de comodidades sofisticadas como televisión con cable o internet inalámbrico, mucho menos amenities en el baño. Sin embargo, nos encontramos con este hotel de unas 12 habitaciones metido donde se pierde el camino, así es que nos tocó caminar unas cuadras con el equipaje al hombro y subir muchos peldaños de piedra antes de poder echarnos en la hamaca del corredor a recuperar el aliento. Bello es poco. La pérdida del aliento se debe no sólo a los años que ya pesan, sino más que nada a ese espectáculo del lago plateado bordeado de tul, haciendo de espejo a los soberbios volcanes. Nadie que no haya tenido la experiencia lo puede entender. Bueno, como decía, ésta fue la oportunidad para que saliéramos del encierro semi voluntario en que nos hemos empeñado Craig y yo para subirnos al auto y comenzar la aventura de fin de semana. Antes, por supuesto, nos aseguramos de dejar bien cuidados a Dido y Arturo (la perrita y el loro), porque son la mayor de nuestras preocupaciones al salir de casa. La carretera estuvo sorprendentemente bien hasta Tecpán -oh, milagro, pensé... quizás lleguemos así hasta Los Encuentros- Nunca debí ser tan optimista, porque pocos kilómetros más adelante encontramos la polvareda, los hoyos en el pavimento (cuando había pavimento), los desvíos no señalizados, la locura... Antes de partir, el gerente del hotel nos había asegurado que el camino hasta San Juan era perfecto, asfaltado y había 23 curvas que a veces asustaban a los novatos. En el kilómetro 148, poco más adelante de la estación El Descanso (ahora sé el porqué de su nombre) giramos hacia la izquierda y comenzamos la bajada hacia San Juan. Pasamos algunos poblados y de pronto entendí el énfasis en las curvas. No eran curvas, sino unos ganchos pronunciados y con una pendiente tan acentuada que parecía imposible no caer por el barranco. Pero el auto aguantó bien y nosotros, a esas alturas, ya teníamos los nervios bien templados. San Juan La Laguna fué, sin duda, la sorpresa del fin de semana. No el lago, porque ya sabemos lo hermoso que es al amanecer bajo esa niebla fría que cae suavemente por las montañas hasta perderse en la orilla. Conocemos los colores del ocaso, ese gris plata que baña la vertiente de los volcanes y hace que todo parezca como fundirse en un adormecimiento parejo de los colores. Hemos visto ya el sol engañado por el Xocomil que galopa veloz hasta cubrirlo todo, oscureciendo la superficie del agua. Ya lo sabemos. En cambio, nunca imaginamos lo que sería San Juan, su gente y sus calles adoquinadas. Este pueblo pequeño, metido en medio de sus violentos hermanos San Pedro y San Marcos, está sostenido por una extraña mística que parece protegerlo de la contaminación visual y del caos que impera en el resto del país. Es como entrar en un territorio liberado, pero en el mejor sentido del término. Es un remanso de paz, de verdadera paz y de auténtico sentido comunitario. La gente, amable y sonriente sin necesidad de serlo sino por el puro placer de verlo a uno, logró convencerme de que en Guatemala todo es posible y que nuestro inveterado pesimismo podría no ser tan irremediable como parece. Casitas bien pintadas de colores frescos, calles impecables, ni un asomo de basura y encima de todo eso, ya de por sí excepcional, un ambiente de seguridad que no habíamos sentido desde hace ya muchos años. Nuestra sobrina estaba fascinada. Su primera visita a Guatemala fue un rotundo éxito en su primer fin de semana y casi me dan deseos de mandarla de vuelta a casa para que no vaya a ver más, no vaya a descubrir la verdad, no se despierte del embeleso que le ha dejado este paisaje arrebatador y el ambiente amable y cordial de la gente de San Juan. A mí nunca se me olvidará.

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