viernes, 5 de mayo de 2006

La fuerza de la costumbre

El ambiente de inactividad produce una relajación inducida, capaz de hacernos olvidar lo duro de nuestro entorno.

Hoy están de regreso. Con suerte hicieron el trayecto por carretera sin demasiados atascos, sin accidentes evitables, sin desperfectos mecánicos prevenibles, sin sufrir la tortura de viajar en un bus sobrecargado conducido por algún irresponsable.
Porque en Guatemala nada está garantizado, las leyes no se respetan y los reglamentos del tránsito sólo sirven para adornar los anaqueles de las escuelas de automovilismo. Las licencias de conducir –todos lo saben- se compran en el centro de la ciudad por la módica suma de 300 quetzales, idénticas a las originales.
Por todo eso es mucho más saludable quedarse en casa, disfrutar del silencio de los barrios -mientras no sea interrumpido por alguna alarma de incendio- y leer todos esos libros pendientes que acumulan polvo en las libreras.
La pereza, como el ocio, sólo son pecado para ciertos fanáticos religiosos. Ambas son, en realidad, el caldo de cultivo de la creatividad y el espacio legítimo del cual nos debemos apoderar en cuanto tenemos la oportunidad de hacerlo. Hacer nada y hacerlo bien. Dejar a la mente divagar a su antojo, concentrarse en relajar cada músculo del cuerpo y sentir esa exquisita sensación de flotación capaz de lanzarnos de cabeza al sueño profundo.
Estos son los lujos que insistimos en negarnos por temor a parecer negligentes o por la simple fuerza de la costumbre, que dicta en nuestra conciencia una necesidad compulsiva de ser productivos, aunque no haya necesidad alguna de producir.
La Semana Santa es un breve período de tiempo –demasiado breve, sin duda- que con los años ha ido tomando cuerpo y ha definido toda una manera de actuar. En sus dos vertientes, la religiosa y la otra (no sabría cómo llamarla) la sociedad guatemalteca ha construido tradiciones y costumbres que se sobreponen unas a otras, adquieren nuevos matices pero nunca pierden el sabor de antaño.
Parte de ello es también el temor a dejar la casa vacía, porque casi existe la certeza de que al regreso la encontraremos, efectivamente, vacía. Y la incertidumbre de permitir que los hijos adolescentes se vayan a las casas de descanso de familiares y amigos, porque los accidentes en carretera terminan engrosando una larga lista de víctimas fatales.
Pero llega este lunes y, si hemos sido afortunados, ni robaron en casa ni murió nadie en el intento de pasar unos días en la playa. Sólo nos esperan las noticias frescas con las estadísticas de rigor y un dejo de nostalgia por tener que abandonar la hamaca, los libros y esos deliciosos momentos de abandono, que no se comparan con nada.

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