sábado, 12 de diciembre de 2009

Quemando al diablo

La ceremonia simbólica de la quema del diablo adquiriría un sentido diferente, si en lugar de contaminar proponemos cambios. 

En estos días la gente ama el crepitar de las llamas, el estruendo de los cohetes y los fuegos artificiales surcando el cielo azul de Guatemala, aunque al día siguiente –cual tras una soberana borrachera- deba pagar el alto precio de sus excesos. La quema del diablo es una de las tradiciones más arraigadas en el país, quizás por lo barato que resulta sacar la basura a la calle y prenderle fuego.

Pero las tradiciones cambian y deben hacerlo para adaptarse a las variables condiciones del entorno. En la actualidad, quemar basura en las calles ya no es más el símbolo de la depuración del hogar, la catarsis anual que alivia la conciencia o esa especie de convivio masivo al cual todos estamos invitados; no, hoy se ha transformado en una actividad algo deleznable y poco amigable con la naturaleza, pero también con el ornato de las calles.

Lo que debemos hacer es modificarla. Quemar al diablo debe significar desde hoy luchar contra los espasmos de conformismo que nos sacuden con cada nuevo escándalo. Exigir que los malos paguen por sus crímenes. Intentar, aunque nos resulte doloroso o arriesgado, alzar la voz contra los abusos de nuestros gobernantes. Demandar justicia. Pero, sobre todo, no descansar hasta obtenerla.

El diablo anda rondando por las calles, los hogares y las instituciones. No es ese diablo icónico descrito en las doctrinas religiosas, sino uno muy parecido a nosotros mismos, uno con una capacidad asombrosa para colarse como virtud entre los defectos. Es el diablo que domina a los hombres para maltratar a las mujeres y el que bajo el ropaje de la moral justifica los excesos, los crímenes y la discriminación.

Es el diablo maldito que pretende convertir en ley la injusticia y la inequidad, transformar en cosa del destino la pobreza y el hambre, manipular a su favor la corrupción y la estulticia. Ese es el diablo que nos domina.

Contra este diablo es preciso cuidarse de las malas interpretaciones. Porque su presencia no está en el sexo ni en el placer, sino en la represión y la esclavitud. No está en la libertad individual sin discriminación por género, sino en la doctrina del sometimiento y la tolerancia a la violencia. El diablo no se expresa por medio de ideas, sino a través de los estereotipos de las sociedades disfuncionales y es a él al que debemos vencer.

Su ropaje es el conformismo y su enemigo mortal, la lucidez. Si hoy quemamos a este diablo de manera simbólica, pero consecuente, habremos dado un importante paso hacia la libertad de pensamiento y de palabra, hacia la resistencia contra el abuso y la corrupción, directamente contra el corazón mismo de los males de esta sociedad cautiva de la injusticia. Para ello basta con proponérselo, pero de corazón.

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