lunes, 24 de noviembre de 2008

Otros temas

Tienes que escribir sobre otras cosas, me dijo Efraín. Sobre cultura, arte, cosas que pasan y que a la gente le importan. El bombardeo que recibimos a diario por todos lados es una especie de intoxicación mediática de hechos violentos, el cual va creando un enorme vacío por delante que apenas nos deja tiempo y energía para las cosas trascendentales. Por trascendental entiendo todo aquello capaz de llenarnos de alegría, de esperanza y de fé en la humanidad, lo cual no suele abundar aunque a veces aparece sin aviso previo tras alguna esquina del camino. Hace algunos días, Claudia Navas escribía en La Hora un artículo sobre el desequilibrio en las noticias que recibimos a diario. Lo bueno, lo positivo, lo heroico jamás obtienen primeras planas ni especiales noticiosos de última hora. A los cineastas que por fin logran colocar a Guatemala en el mapa, se los envía a las secciones de cultura, creadas en su mayoría como una forma de completar el abanico de opciones informativas para los lectores pero no como un ingrediente vital para la agenda periodística. Claudia tenía toda la razón, los festivales de cultura y las exhibiciones de arte, las bienales y los conciertos, son tratados como un adorno, como un gesto deferente para con quienes creemos en su importancia, pero no como una parte integral de la vida nacional, sustantiva, relevante en el proceso del desarrollo nacional. Lo mismo sucede con la vida cotidiana de quienes habitan las pequeñas aldeas y caseríos, los poblados remotos del altiplano o la costa, las ciudades provincianas en las cuales el tiempo transcurre a su propio ritmo. No existen. O es como si no existieran, porque el foco está puesto en el centro de la actividad económica y no en el centro de la vida misma del país. Estas son las incongruencias de Guatemala, un país cuya mayor riqueza es su diversidad, reconocida por todos de manera teórica pero en la práctica atacada con un rasero elitista con el objetivo de convertirnos a todos en ladinos consumidores de comida rápida y ropa de poliéster. Hace poco estuve unos días en un pequeño pueblito a las orillas del lago de Atitlán presenciando otro de esos milagros tan propios de este país surrealista. San Juan La Laguna es el pueblo. No tiene maras, pero San Pedro –que está a un brinco de perico- sí las tiene. No hay delincuencia porque como decía Flory, la recepcionista del hotel, la juventud está educada con valores firmes. Pero sí hay arte y está por todas partes, porque sus habitantes hablan, respiran y consumen color y belleza frente a ese lago soberbio y los volcanes que lo protegen. Todavía trato de desentrañar el misterio... ¿Y no que no se puede, pues?

lunes, 10 de noviembre de 2008

Hay gente que ayuda a los habitantes de San Juan a embellecer su pueblo. Unos son los dueños del Eco hotel Uxlabil y otros los miembros de la Fundación Solar. Los murales que adornan las calles son parte de esa labor de embellecimiento y enaltecimiento de los valores de la comunidad. Este fue pintado por Julián Coché, un pintor a quien le compramos un cuadro bellísimo.

San Juan La Laguna

Ayer regresamos del lago. Pero empecemos por el principio. La visita de una sobrina nos sirvió de pretexto para hacer una salida de esas que jamás hacemos Craig y yo. Quizás por miedo a andar en carreteras llenas de pilotos homicidas (o suicidas, depende del punto de vista), malos caminos, asaltantes y todo eso, es muy raro que nos aventuremos a viajar por el país. Pero este fin de semana lo hicimos y decidimos -sin mucho análisis- escoger un hotel ecológico en San Juan La Laguna. Hotel ecológico supone una edificación rústica, nada de comodidades sofisticadas como televisión con cable o internet inalámbrico, mucho menos amenities en el baño. Sin embargo, nos encontramos con este hotel de unas 12 habitaciones metido donde se pierde el camino, así es que nos tocó caminar unas cuadras con el equipaje al hombro y subir muchos peldaños de piedra antes de poder echarnos en la hamaca del corredor a recuperar el aliento. Bello es poco. La pérdida del aliento se debe no sólo a los años que ya pesan, sino más que nada a ese espectáculo del lago plateado bordeado de tul, haciendo de espejo a los soberbios volcanes. Nadie que no haya tenido la experiencia lo puede entender. Bueno, como decía, ésta fue la oportunidad para que saliéramos del encierro semi voluntario en que nos hemos empeñado Craig y yo para subirnos al auto y comenzar la aventura de fin de semana. Antes, por supuesto, nos aseguramos de dejar bien cuidados a Dido y Arturo (la perrita y el loro), porque son la mayor de nuestras preocupaciones al salir de casa. La carretera estuvo sorprendentemente bien hasta Tecpán -oh, milagro, pensé... quizás lleguemos así hasta Los Encuentros- Nunca debí ser tan optimista, porque pocos kilómetros más adelante encontramos la polvareda, los hoyos en el pavimento (cuando había pavimento), los desvíos no señalizados, la locura... Antes de partir, el gerente del hotel nos había asegurado que el camino hasta San Juan era perfecto, asfaltado y había 23 curvas que a veces asustaban a los novatos. En el kilómetro 148, poco más adelante de la estación El Descanso (ahora sé el porqué de su nombre) giramos hacia la izquierda y comenzamos la bajada hacia San Juan. Pasamos algunos poblados y de pronto entendí el énfasis en las curvas. No eran curvas, sino unos ganchos pronunciados y con una pendiente tan acentuada que parecía imposible no caer por el barranco. Pero el auto aguantó bien y nosotros, a esas alturas, ya teníamos los nervios bien templados. San Juan La Laguna fué, sin duda, la sorpresa del fin de semana. No el lago, porque ya sabemos lo hermoso que es al amanecer bajo esa niebla fría que cae suavemente por las montañas hasta perderse en la orilla. Conocemos los colores del ocaso, ese gris plata que baña la vertiente de los volcanes y hace que todo parezca como fundirse en un adormecimiento parejo de los colores. Hemos visto ya el sol engañado por el Xocomil que galopa veloz hasta cubrirlo todo, oscureciendo la superficie del agua. Ya lo sabemos. En cambio, nunca imaginamos lo que sería San Juan, su gente y sus calles adoquinadas. Este pueblo pequeño, metido en medio de sus violentos hermanos San Pedro y San Marcos, está sostenido por una extraña mística que parece protegerlo de la contaminación visual y del caos que impera en el resto del país. Es como entrar en un territorio liberado, pero en el mejor sentido del término. Es un remanso de paz, de verdadera paz y de auténtico sentido comunitario. La gente, amable y sonriente sin necesidad de serlo sino por el puro placer de verlo a uno, logró convencerme de que en Guatemala todo es posible y que nuestro inveterado pesimismo podría no ser tan irremediable como parece. Casitas bien pintadas de colores frescos, calles impecables, ni un asomo de basura y encima de todo eso, ya de por sí excepcional, un ambiente de seguridad que no habíamos sentido desde hace ya muchos años. Nuestra sobrina estaba fascinada. Su primera visita a Guatemala fue un rotundo éxito en su primer fin de semana y casi me dan deseos de mandarla de vuelta a casa para que no vaya a ver más, no vaya a descubrir la verdad, no se despierte del embeleso que le ha dejado este paisaje arrebatador y el ambiente amable y cordial de la gente de San Juan. A mí nunca se me olvidará.

Las armas de la paz

Una serie de dibujos de niño precoz, nos muestra el impacto de la guerra en la mente de un auténtico pacifista. Es probable que fuera Pepo Toledo quien, en su afán por encender aún más luminarias sobre el genio de su gran amigo y maestro, encontrara un excelente pretexto en la colección de dibujos del Efraín Recinos niño, cuidadosamente preservada por Efraín Recinos padre. Y para que a nadie le cupiera duda de la importancia de esos primeros años en el desarrollo estético y la depurada habilidad técnica del artista, se dió a la tarea de editar un libro en el cual quedara claramente plasmada la relación entre la obra fenomenal del Recinos adulto y sus primeros esbozos infantiles. En este libro -titulado “El juego de hacer dibujos” – Dibujo infantil de Efraín Recinos, 1933-1939- Toledo se sumerge de lleno en el análisis psicográfico, en la relación histórica, en la comparación, en la reflexión estética obligada ante el panorama completo de la trayectoria de este artista singular y sugiere la existencia de ese fuego creador casi desde el día mismo de su nacimiento. Los guerreros armados hasta los dientes ya aparecían en las hojas de cuaderno pintadas incluso en los bordes con todos los colores del espectro. También poblaban sus hojas reyes, princesas y caballeros andantes quienes, de una u otra forma, convivían con la muerte en sus castillos coronados de torres almenadas. Efraín niño aún no cumplía diez años. Las teorías conducentes a determinar si un ser humano ha nacido con el gen del talento absoluto podrían debatirse en una discusión eterna. Pepo Toledo pasa ese trámite en siete capítulos concretos y va directo al grano para declarar a Recinos un prodigio de la pintura. Sin embargo, se detiene a analizar ese aspecto fundamental en su expresión gráfica que aparece en sus primeros dibujos y permanece en su obra como un leit motiv, como una fuerza gravitacional que lo ancla al mundo al cual pertenece y cuyas manifestaciones de violencia rechaza de manera rotunda. Las armas, la sangre, el odio producto de una guerra, una guerra producto de ambiciones humanas desprovistas de valores, son los elementos alrededor de los cuales desarrolló todo un universo plástico sin parangón. El Efraín niño quedó anclado en ese mundo sofisticado del Efraín adulto, manchando su paleta con los resabios de una guerra que vivió desde este rincón del planeta, encerrado con sus crayones y sus hojas de cuaderno. El viernes, en Casa Santo Domingo, es la cita para oírlo contar la historia. El viernes, en un acto especial, le entregarán este libro fascinante como recordatorio de que la vida es un camino circular por donde transitan frescos los fantasmas de la infancia.